Convivencia social. Los cochabambinos sólo no desconfían de su familia
Confianza es una palabra que se escucha mucho, pero resulta cada vez más difícil practicarla por un sinnúmero de factores. En la actualidad, son muy altos los niveles desconfianza que se tienen hacia el poder, las instituciones gubernamentales, los partidos y servidores públicos, entre algunos. Esta realidad también se refleja en el entorno social más próximo de las personas.
¿En quién confían y a quién dan su confianza los cochabambinos? Según la encuesta realizada por Ciudadanía y el Foro Regional, el 86 por ciento tiene una alta confianza en su familia, el primer núcleo social en el que las personas se desarrollan e interactúan.
Esa confianza total o parcial va disminuyendo y los porcentajes se van invirtiendo conforme ese círculo de relaciones con las personas se va ampliando o es más lejano a la familia. Casi el 53 por ciento de los encuestados no confía en la gente de su vecindario o barrio, de éstos, el 20 por ciento es más radical, no confía en absoluto en sus vecinos frente a sólo un 4 por ciento que tiene completa confianza en ellos y un 43 por ciento que sí confía “algo”.
Cuando se trata de una persona a la que conoce por primera vez, el nivel de desconfianza es muy alto. Un 85 por ciento no confía para nada en alguien a quien acaba de conocer.
Asimismo, resulta muy difícil para los cochabambinos depositar su confianza en personas de otra religión, de otra región del país y nacionalidad.
Es muy importante, para el 65 por ciento de los encuestados, que la persona en la que van a confiar sea de su misma religión, de éstos un 35 por ciento no confía en absoluto si se trata de alguien que es de otra confesión.
Similar situación y en un mayor porcentaje se da con la gente de otra nacionalidad. Un 72 por ciento no confía en estas personas, de éstas un 45 por ciento no confía en absoluto, frente a un 25 por ciento que sí “confía algo”.
Si se trata de gente de otros departamentos, los niveles de desconfianza se mantienen altos, pero un poco más bajos que en el caso de los extranjeros. Casi un 66 por ciento no confía mucho y en absoluto en las personas procedentes de otras regiones del país, mientras un 33 por ciento “confía algo”.
En criterio del 92 por ciento de los encuestados, en general, no se puede confiar en la mayoría de las personas, porque no se tiene un opinión positiva de ellas, no se cree en lo que dicen o son, factores esenciales para la construcción de relaciones.
Parece que para la mayoría de los cochabambinos hoy en día confiar en los demás es todo un reto, pero también muestran que sí es posible, sobre todo en la familia y que este círculo de confianza es determinante –le da seguridad– para desenvolver sus relaciones interpersonales y sociales.
El 92 por ciento de los encuestados considera que no se puede confiar en la mayoría de las personas
Para poder forjar lazos de confianza entre las personas, tienen que existir ciertas condiciones
ANÁLISIS
Vivian Schwarz Blum. Ciudadanía.
Herederos de Melgarejo
La desconfianza no es una virtud, es un severo problema social.
De todas las cosas que se dicen de los cochabambinos sobre nuestra idiosincrasia, “desconfiados” no entraba generalmente entre las principales características. En el último tiempo, sin embargo, Melgarejo estaría orgulloso de que su mensaje haya trascendido tantas generaciones y con tanta fuerza. Somos desconfiados. De hecho, somos sumamente desconfiados.
Primer síntoma: más del 90 por ciento profilácticamente prefiere no confiar en las personas en general. Segundo síntoma: casi la mitad de la población desconfía de la gente en su vecindario. Tercer síntoma: los conciudadanos de otros departamentos no son merecedores de mucha confianza ni del beneficio de la duda. Cuarto, quinto y sexto síntomas: los que conocemos por primera vez, los de otras religiones, y peor aún, los de otra nacionalidad… son merecedores de nuestra profunda desconfianza y susceptibilidad.
Síntoma final: ¿La familia? Confiable claro, pero un cuarto de la población confía “algo” en la suya, no con convicción. Si no podemos confiar en las personas cercanas y conocidas, tenemos que aceptar que sufrimos una epidemia de desconfianza.
A menudo, la primera reacción es ¿y qué?, ser desconfiados no es un problema, pero están equivocados. La desconfianza no es una virtud, es un severo problema social. La razón es que la democracia necesita que tengamos ciertos niveles saludables de confianza en las personas a nuestro alrededor, con los que convivimos, con los que vamos a trabajar, con los que interactuamos, con los que nos asociamos, con los que salimos a marchar, protestar y bloquear, por los que vamos a votar y que nos van a representar.
Todo en política, en participación, en activismo, en organización social funciona mejor con confianza que sin ella.
En enfermedad, creamos más leyes, reglas e instituciones, más advertencias y amenazas para mantener un “orden”; creamos también más maneras de romper las reglas, más corrupción, más maneras más agresivas de prevenir y evitar los controles. Sin confianza, caemos en el círculo vicioso de demandar y “hacer respetar” nuestros espacios y nuestros derechos a través de la fuerza, la amenaza y la prohibición. En desconfianza, estamos creando un campo fértil para el autoritarismo y una vida de imposiciones.
Con confianza, optamos por entender que no son las leyes, ni las amenazas ni los miedos los que garantizan y respetan nuestros derechos; los que representan, consideran y respetan nuestros derechos son nuestros vecinos, los de otros departamentos y otros países, las personas de cualquier otra religión, ésos en los que –por el momento– no confiamos.