La economía impulsiva de Venezuela provoca crisis de refugiados

Publicado el 24/04/2018 a las 0h28
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Gideon Long y Andres Schipani

Miércoles lluvioso antes de Pascua. Cientos de inmigrantes venezolanos entran arrastrando los pies a la Casa de Paso Divina Providencia en el pueblo fronterizo colombiano de Villa del Rosario, se sientan en largas mesas de madera y esperan pacientemente para almorzar. Un sacerdote oficia la misa antes de que los voluntarios sirvan fuentes humeantes de arroz, lentejas y salchichas.

Muchos de los inmigrantes llevan ropa raída. Sus hundidas mejillas y extremidades delgadas develan que es su primera comida decente en días. Los niños están descalzos. Un hombre con la pierna derecha amputada entró apoyado en muletas. Otro, con una anciana en silla de ruedas.

Son las víctimas de la peor crisis migratoria en la historia reciente de América Latina. Algunos habían llegado de Venezuela esa mañana, escapando de la escasez de alimentos, la hiperinflación, el colapso de la economía, las enfermedades y la violencia. Otros estuvieron en Colombia buscando trabajo, comida, durmiendo en las calles y evitando ser deportados.

Mientras los ojos del mundo se centraban en los refugiados sirios y éxodo de musulmanes, el desastre humanitario de Venezuela pasó casi desapercibido.

El gran número de personas que huye del país está cambiando eso. El Acnur dice que 5.000 migrantes se van todos los días; a ese ritmo, 1,8 millones de personas, más del 5 por ciento de la población de Venezuela, partirán este año.

No fue siempre así. Durante décadas, Venezuela fue importador neto de personas, atrayendo a europeos con lucrativos trabajos petroleros. Hace una generación, era el país más rico de América Latina.

Cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1999, con la “Revolución Bolivariana” socialista, algunos venezolanos ricos se fueron, temiendo un comunismo al estilo cubano, pero la gran mayoría de venezolanos se quedó y muchos disfrutaron de los beneficios de los programas sociales financiados con petróleo. Sólo recientemente se produjo la migración masiva impulsada por el colapso de la economía y el deterioro de la revolución, bajo el mando de Maduro.

Muchos se dirigen al oeste a Colombia, que, saliendo de un largo conflicto civil propio, está mal equipada para recibirlos. Hoy están allí más de 600 mil venezolanos, el doble que hace un año.

Si Colombia ha sido el más afectado por el éxodo venezolano, está lejos de ser el único. El Acnur dice que 40 mil llegaron a Perú los primeros dos meses de este año, y 70 mil a Brasil. Miles más emigraron a Panamá, Ecuador, Chile, España, Estados Unidos y más allá. Barcos con inmigrantes venezolanos atracaron en islas del Caribe. En enero, uno se volcó frente a Curazao, donde murieron al menos cuatro personas. El número de venezolanos que buscan asilo se disparó en 2 mil por ciento desde 2014.

El colapso del sistema de salud venezolano causó rebrote de enfermedades antes controladas. El Gobierno ya no ofrece datos confiables: cuando la ministra de Salud reveló en 2017 que los casos de malaria subieron en 76 por ciento en un año; las muertes relacionadas con el embarazo,  en 66 por ciento, y la mortalidad infantil, en 30 por ciento, fue despedida de inmediato. Una encuesta de la oposición sugirió que 79 por ciento de los hospitales venezolanos tiene poca o nada de agua corriente.

El British Medical Journal informó de una escasez aguda de anticonceptivos “que contribuye a los picos en embarazos no deseados, abortos inseguros, mortalidad materna infantil y enfermedades de transmisión sexual”. Las tasas de VIH/sida subieron a niveles no vistos desde los 80.

El sarampión, erradicado en Latinoamérica, regresó. De los 730 casos confirmados el año pasado sólo tres no eran en Venezuela, y quienes huyen se llevan la enfermedad con ellos. En los primeros meses del año, hubo 14 casos en Brasil y uno en Colombia, todos inmigrantes venezolanos.

“La gente está huyendo porque si se queda, muere”, dice Dany Bahar, del Brookings Institution en Washington. “Mueren porque no tienen comida, contraen malaria y no reciben tratamiento, necesitan diálisis y no pueden obtenerla”.

Los que logran salir enfrentan retos formidables. En Colombia, la mitad llega a Norte Santander, uno de los departamentos más anárquicos del país. Dos grupos guerrilleros, el ELN y el EPL, aún luchan al norte de Cúcuta, y dos bandas criminales, Los Rastrojos y Los Urabeños, se disputan el control de rutas de contrabando. Las ONG en Cúcuta dicen que, por desesperación, muchos migrantes acaban vinculados al crimen organizado y tráfico de cocaína en Colombia.

La ironía del éxodo es que durante décadas, fue al revés. Durante el conflicto civil involucrando a las FARC, hasta 4 millones de colombianos huyeron a Venezuela, entonces estable y próspera. Ahora, muchos vuelven.

Con el número de migrantes, sube la tensión en las poblaciones locales, sobre todo en el norte de Brasil, donde las ciudades fronterizas son muy pequeñas para absorber tantos recién llegados. Ahora hay 40 mil venezolanos en Boa Vista y representan  el 10 por ciento de la población de la ciudad.

En la vecina Mucajaí, dos venezolanos mataron a un brasileño en una pelea en un bar el mes pasado, según las autoridades, lo que provocó que los lugareños incendiaran un edificio de inmigrantes. “Algunos dicen que somos una plaga, cerdos sucios”, dice Richard Gil, venezolano de 51 años que llegó a Brasil hace un mes. “Pero somos familias decentes”.

También en Colombia, la animosidad a venezolanos crece y en febrero el Gobierno apretó controles, pero una frontera de 2.200 kilómetros es imposible de ser vigilada toda. “El endurecimiento de la frontera no mantendrá a la gente”, dice Francisca Vigaud-Walsh, defensora legislativa de alto nivel de Refugees International en Washington. “Sólo aumentará la criminalidad, el contrabando y el tráfico, incluido el sexual”.

Es difícil saber qué podría cambiar en Venezuela para frenar el éxodo. La economía se contrajo 40 por ciento en cinco años y se prevé que lo hará aún más. El FMI prevé que la inflación llegue a 13 mil por ciento este año. Hay elecciones presidenciales el 20 de mayo, pero quedan pocas dudas de que  Maduro se asegurará la victoria. Rechaza la entrada de ayuda humanitaria: sus ciudadanos seguirán huyendo.

Ante esa realidad, las organizaciones internacionales de ayuda centran esfuerzos fuera de Venezuela. Usaid prometió 18,5 millones de dólares para ayudar en Colombia y el Acnur apeló por 46 millones iniciales. La Cruz Roja solicitó 2,3 millones para ayudar a 120 mil venezolanos en Colombia, pero las cifras son minúsculas. Brookings estima que el costo de la atención a migrantes venezolanos oscila entre 2,8 mil millones y 5,2 mil millones de dólares.

En tanto, el trabajo recae sobre las organizaciones benéficas locales, las ONG y la Iglesia católica. Durante el último año en la Casa de Paso Divina Providencia, el obispo de Cúcuta, Víctor Manuel Ochoa, ayudó a alimentar y consolar a los migrantes hambrientos, pero la situación ha empeorado: “Primero, la cantidad de personas que llegan sube. Segundo, están viajando desde más lejos en el interior venezolano. Y, tercero, sus necesidades son mayores. Están más desesperados. Les damos lo que podemos, pero simplemente no podemos alimentar a todos”.

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