La guerra civil en la Iglesia Católica

Publicado el 11/09/2018 a las 0h57
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DAVID GARDNER Y HANNAH ROBERTS

Algunos consideran esto una guerra civil católica; otros, una guerra cultural. Pero, más allá del decoro clerical, definitivamente es una guerra.

El papa Francisco (el prelado argentino cuyo ascenso a la Cátedra de San Pedro hace cinco años ha dado nueva vida a la Iglesia Católica Romana) enfrenta una amarga reacción en contra de su papado progresista, en medio de una humillante crisis, provocada por el abuso sexual de niños por parte de sacerdotes depredadores, que él ha intentado a toda costa solucionar.

Los conservadores se han reagrupado para luchar contra el relajamiento de los antiguos anatemas doctrinales por parte de Francisco, lo cual él considera vital para la renovación espiritual de una institución de dos milenios de antigüedad que atiende a 1.200 millones de católicos en todo el mundo. Poco después de sustituir al papa Benedicto XVI (quien tomó la medida prácticamente inaudita de renunciar en circunstancias que el Vaticano nunca ha explicado), dijo que la Iglesia tenía que encontrar "un nuevo equilibrio" o se desmoronaría "como un castillo de naipes".

Pero ahora los tradicionalistas están intentando obstaculizar las reformas del Papa Francisco y de militarizar la indignación por los encubrimientos clericales de la violación de niños para derrocar al Papa. Conforme sus partidarios se unen para defenderlo, la Iglesia está siendo embarrada por el escándalo.

Esta nueva caída al fango comenzó el mes pasado. El Papa acababa de terminar una visita de 36 horas a Irlanda, oscurecida por años de revelaciones de abuso sexual clerical que el Vaticano encubrió y que no ha logrado reparar. El Papa se reunió con víctimas de abusos y expresó en repetidas ocasiones vergüenza y contrición, ante una reducida concurrencia de fieles que fue apenas una sombra de las grandes multitudes que recibieron al Papa Juan Pablo II en 1979. Camino a casa, recibió una terrible noticia.

El arzobispo Carlo Maria Viganò, ex nuncio papal, o embajador, en Estados Unidos, publicó una carta en la que alegaba que el Papa había sido cómplice en el encubrimiento de los abusos sexuales de Theodore McCarrick, el exarzobispo de Washington. Francisco había obligado al cardenal McCarrick a retirarse y enfrentar una investigación por el presunto abuso de un niño de 16 años, pero el arzobispo Viganò exigió que el Papa renuncie.

Mordaz y salaz, salpicada de insinuaciones, pero con muy escasas evidencias, esta andanada de 11 páginas tuvo como blanco a otros 32 clérigos católicos (la mayoría de ellos aliados liberales del Papa) y denunciaba "una corriente homosexual a favor de subvertir la doctrina católica sobre la homosexualidad".

A cierto nivel, esto es una burda toma de poder. "Los enemigos del Papa y sus reformas están utilizando el 'testimonio' de Viganò para apoyar los llamados para su renuncia", dice Brendan Walsh, editor de The Tablet, el semanario católico británico. "Están manipulando el escándalo de los abusos infantiles (que ha devastado tantas vidas) para sus propios fines políticos".

Los conservadores en la Iglesia, quienes hicieron las cosas a su manera durante casi medio siglo, pero especialmente bajo los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, están desesperados por desacreditar a Francisco. Para la mayoría de los observadores del Vaticano, las posturas morales estridentes de hombres como el arzobispo Viganò o el Cardenal Raymond Burke, quien encabeza en Estados Unidos la reacción en contra del Papa, están inextricablemente vinculadas al hecho de que el Papa los hizo a un lado en su intento por revitalizar la Iglesia.

Sus ataques inmoderados contra Francisco, los cuales son de un orden diferente a la intriga cotidiana del Vaticano, dejan entrever un deseo desesperado por paralizar el papado de Francisco antes de que pueda crear una mayoría liberal en el cónclave de cardenales para elegir un sucesor que salvaguarde y desarrolle su legado. Se trata del poder en un futuro papado, así como también del poder ahora.

Los cardenales nominados por Francisco, quien cumplirá 82 años en diciembre, ahora se consideran casi mayoría en el colegio electoral que elegirá al próximo Papa. Este primer pontífice jesuita está intentando delegar el poder en líneas similares a la forma en la que se maneja su orden de la Compañía de Jesús, una descentralización radical de la gobernanza de la Iglesia que lo convertiría en el último obispo de Roma que ejerce el poder eclesiástico absoluto.

En una entrevista con una revista jesuita en 2013, el Papa comparó a la Iglesia con un "hospital de campo después de una batalla" donde los médicos estaban obsesionados con los niveles de colesterol. "No podemos insistir sólo en cuestiones relacionadas con el aborto, el matrimonio homosexual y el uso de métodos anticonceptivos", dijo. Aquí hay cierto pragmatismo férreo, junto con la amplia piedad de este Papa. Es difícil ver, por ejemplo, cómo una Iglesia tan devastada por las revelaciones de violación infantil podría mantener de forma creíble las costumbres sexuales y la moral personal en el pináculo de sus preocupaciones.

Célebremente, o tristemente desde un punto de vista tradicionalista, ha pedido la tolerancia inclusiva y sin prejuicios hacia la homosexualidad. "Si alguien es gay y está buscando al Señor, ¿quién soy yo para juzgarlo?", preguntó poco después de comenzar su papado.

De forma muy esclarecedora (hasta que surgió la carta del arzobispo Viganò) los tradicionalistas habían concentrado su fuego en una exhortación apostólica llamada “Amoris Laetitia” (La Alegría del Amor) en la que Francisco exhortó a sacerdotes y obispos a adoptar un enfoque "misericordioso" hacia las personas divorciadas y vueltas a casar que deseaban la comunión. De cierta forma, esto simplemente alineó al Vaticano con la realidad existente. Para los conservadores, descentralizó el juicio doctrinal.

Por ejemplo, el cardenal Burke, quien se hace acompañar de personajes como Steve Bannon, el antiguo estratega de Donald Trump, y Matteo Salvini, el ministro del Interior de extrema derecha de Italia, considera que todo esto es motivo de insurrección. En una conferencia en Roma sobre "los límites de la autoridad papal" esta primavera dijo que un papa que se ha "desviado de la fe"… debe, como obligación, ser desobedecido".

Francisco no ha cambiado la doctrina central, pero ha arrojado una nueva luz sobre la ortodoxia. Ha reordenado las prioridades (haciendo un llamado a una Iglesia misionera de los pobres y diciéndoles a los obispos que sean pastores que "huelan más como ovejas") y ha hecho que la teología que interpreta la enseñanza católica sea más dinámica y abierta. Con su característica sonrisa radiante (y sus más de 40 millones de seguidores de su cuenta @Pontifex en Twitter) ha capturado la imaginación no sólo de los fieles católicos desilusionados, sino de muchas personas de otras religiones o, de hecho, sin fe.

Este Pontífice también recuperó la letra y el espíritu del Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII en 1962. Ese intento de guiar a la Iglesia hacia una alineación menos abrasiva con su rebaño moderno prevaleció durante las décadas de 1960 y 1970, en las que se debatió todo desde el celibato clerical hasta la teología de la liberación, antes de ser aplastada por el dogma demacrado y defensivo de Juan Pablo II y Benedicto XVI, los dos papas que los conservadores de ahora esperan emular.

"No ha cambiado las enseñanzas de la Iglesia sobre el aborto o la anticoncepción, pero ha tratado de ser genuinamente más pastoral, traspasando el énfasis hacia obispos y párrocos", dice Chris Patten, rector de la Universidad de Oxford quien ha aconsejado al Papa Francisco sobre los medios de comunicación. "Esto se ha convertido en una piedra de toque para la brigada anti Francisco".

Ha nombrado "una cifra suficientemente grande de cardenales para garantizar que nadie pueda dar marcha atrás", agrega Lord Patten. "Es por eso que la gente como el Cardenal Burke sigue haciendo revuelos".

Aunque la inquietud de muchos tradicionalistas es sincera, con la carta de Viganò intentan desacreditar al Papa Francisco con acusaciones de conducta delictiva. Semejantes alegatos inevitablemente parecerán plausibles para muchos dentro y fuera de la Iglesia, teniendo en cuenta la historia del Vaticano de encubrimiento de abusos sexuales y complicidad con los responsables.

El propio arzobispo Viganò está acusado de ocultar pruebas contra otro prelado estadounidense en 2014 cuando era nuncio. Sin embargo, su facción ahora está intentando mezclar la homosexualidad con la violación y la pedofilia para socavar al Papa.

Están "equiparando el abuso infantil con su negativa a criticar a los homosexuales", dice Lord Patten. "El vínculo entre la homosexualidad y la pedofilia es un salto terrible y erróneo por parte de los derechistas en la Iglesia".

Aunque esta batalla de poder podría causar un daño inmenso a la Iglesia, también prolongará la angustia de las víctimas de los abusos, quienes ya están enojadas por los titubeantes intentos de Francisco de proporcionar justicia.

Peter Saunders, un británico víctima de abusos y activista quien fue expulsado de una comisión del Vaticano para la protección de la infancia, está muy decepcionado con el Papa. "Francisco es un tipo muy popular y dice cosas con mucho sentido sobre la pobreza y el medio ambiente, pero en lo que respecta al abuso, permanece extrañamente inactivo, salvo las ocasionales muestras de dolor", dice Saunders. "Los sobrevivientes quieren que se tomen medidas", que incluyan la "publicación de los nombres de los clérigos abusadores y su paradero, la restitución y el apoyo a las víctimas; en cambio, la Iglesia sigue denigrando a las víctimas y les niega la oportunidad de superar esta situación".

Aunque el Papa Francisco ha dicho que "no dirá una palabra" sobre las acusaciones de Viganò, tras lo cual invitó a los periodistas en su avión de regreso de Dublín a sacar sus propias conclusiones, tarde o temprano tendrá que responder.

Si un ex empleado disgustado alega que "encubriste deliberadamente a un abusador pervertido en serie, y que tus colaboradores cercanos han sucumbido a una conspiración casi mafiosa organizada por una red de clérigos homosexuales, negarte a honrar la acusación con una respuesta podría parecer un comedimiento casi digno de un santo", dice Walsh, editor del periódico.

"Pero si hay algo que la Iglesia debería haber aprendido en los últimos años es que cuando se hacen acusaciones serias de mala conducta o encubrimiento de abusos, debe haber una investigación independiente y transparente. Deberían de seguir adelante con eso".

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