Solas
Berta Cáceres, defensora del medio ambiente y de los derechos indígenas en su país, fue asesinada por razones obvias.
A Gabriela Zapata, como eslabón más débil de una cadena de podredumbre y miseria humana, la devoran los buitres
Los 8 de marzo siempre son tristes. En fechas “especiales”, se conmemora a los colectivos socialmente subordinados, como una forma muy cómoda e hipócrita de expiación social.
Particularmente, este 8 de marzo lo sentí más lúgubre que de costumbre. Hace poco, fueron asesinadas en Ecuador dos mochileras argentinas. Más allá de lo espeluznante del suceso en sí, llama la atención un argumento que pretendió explicar este tétrico desenlace. “Viajaban solas”, arguyeron.
Bien sabido es que debido a los roles de género socialmente establecidos, las mujeres hemos sido confinadas al universo de lo privado. Lo “de fuera” tiende a ser monopolio de lo masculino y, por supuesto, en ello está incluido el viajar “solos/as”. Igualmente, en el marco de esas estructuras patriarcales, machistas y misóginas, las mujeres no somos consideradas como seres completos por nosotras mismas. Desde todas las esferas, se nos machaca hasta el cansancio que para “completarnos” requerimos de hijos o, por lo menos, de “príncipes azules” que vengan a salvarnos del “terrible” albur de estar solas.
Partiendo de la trillada imagen de la vieja “solterona”, loca, rodeada de gatos; y terminando en la representación de la dama de mediana edad que, embadurnada de maquillaje, deambula de bar en bar con la desesperación en la mirada, la soledad femenina se nos presenta cual un destino amenazante, aterrador, indeseable. Y, por si fuera poco, ¡con el riesgo de ser violadas, asesinadas y que el crimen se justifique por el tamaño atrevimiento de andar “solas”!
Respeto a las mujeres (y a los hombres) que por libre elección, y por no imposición social, han decidido conformar familia. Si ése es su camino hacia la realización y la felicidad, es totalmente comprensible. Sin embargo, el mundo es ancho y ajeno, como dijo Ciro Alegría. Son infinitos los senderos, las opciones y no deberían estar restringidos a la condición de género. Diversas posibilidades son enriquecidas a través de la soledad, aunque ese estado no sea permanente o absoluto.
La soledad es lo que permite contemplar el cielo y alumbrar los cuestionamientos fundamentales que han devenido en el conocimiento. La soledad coadyuva a pensar, a indagar, a inquirir, a toparse con el maravilloso misterio del mundo interior. El silencio de la soledad, acrecienta los colores de los atardeceres y del horizonte marino, la increíble variedad de melodías del trino de las aves, la belleza de un encuentro fortuito con otro ser que no necesariamente tiene que ser humano. El bailar en soledad (¡oh pecado!, ¡oh provocación!) es una entrega en cuerpo y alma a los vaivenes y matices de la música, un sortilegio donde sólo existe uno y los sonidos. Por haber nacido mujeres, ¿estamos obligadas a privarnos de esas experiencias?
No obstante, una cosa es la soledad y otra la desolación, el abandono, la indefensión ante las injusticias y el uso y abuso del poder. Al respecto, se han generado dos hechos escalofriantes. Por un lado, tenemos a Berta Cáceres, activista hondureña defensora del medio ambiente y de los derechos indígenas en su país, que fue asesinada por razones obvias. Frente al monstruo del extractivismo y los intereses vinculados a esa enorme máquina de destrucción que propició su muerte, qué sola se percibe a Berta. Por otro, está Gabriela Zapata, una (como muchas) perfecta hija del orden patriarcal y que, por tanto, no concibió otra oportunidad para “tener éxito”, que vincularse “sentimentalmente” a los hombres del poder. Hoy, qué sola se ve Gabriela mientras, como eslabón más débil de una cadena de podredumbre y miseria humana, la devoran los buitres.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA