¿Quién podrá defendernos?
La independencia política de la Defensoría del Pueblo es realmente un asunto de su vida o de su muerte. Porque su papel es ser la piedra en el zapato, la mosca en la oreja y el Pepe grillo del poder estatal ¿podrá hacer eso un “defensor del puesto”?
Una menos. Es como con los árboles, cada vez que uno más cae, aumenta la tierra, disminuye el agua, se reduce el control de los rayos solares, sube la contaminación, se afea el paisaje… en fin, perdemos todos.
En cierto modo, así ocurre también con las instituciones estatales. Nuestra historia está plagada de una lucha sorda entre su independencia y su cooptación. Desde los inicios de la república los ideales de democracia están profundamente unidos a los de independencia y libertad ciudadana para confrontar y controlar el ejercicio del poder. Una tensión permanente, que sólo puede manejarse (que aparentemente jamás puede resolverse) a través del funcionamiento de instituciones sólidas, de servidores/as públicos responsables y de la acción de una ciudadanía informada y activa.
En esa lógica se inscribió la creación de la Defensoría del Pueblo. Puede parecer una contradicción y lo es. Pero se trata de una contradicción fecunda, porque si en su base está la tensión entre el ejercicio de ciudadanía y el del poder político, en su desarrollo está la construcción, paso a paso, de la seguridad democrática.
Tuve el privilegio de participar directa e indirectamente en los primeros años de la creación de la Defensoría del Pueblo en nuestro país y en otros de la región andina. En ese período, que en parte era de descubrimiento y en parte de adaptación y creatividad, aprendí y entendí que la mayor fortaleza de esa institución no está en los grandes casos, sino en los pequeños, los que provienen del cotidiano de las necesidades de la gente.
Pues si bien es cierto que las repercusiones noticiosas más bulladas son sobre la información, sobre asuntos como abuso de autoridad, violencia física en los cuarteles, abusos policiales, tráfico de influencias o retardación de justicia; los que mayor satisfacción dan son aquéllos que solucionan historias de trámites interminables, pérdida o documentos entrepapelados, coerción, coimas, acoso, abusos diarios, negación de datos, ocultamiento de información y un sinfín de dramas pequeños para la administración del poder y enormes para la vida cotidiana de la gente. Todo eso que, pudiendo ser fácil si quienes trabajan en la función pública entienden que su labor es de servicio, en cambio se vuelve una tortura cuando la ciudadanía se encuentra inerme ante la arbitrariedad. Pero, de eso pocas veces nos enteramos, porque lo pequeño no voltea taquilla.
Los pasos voraces del poder partidario del Movimiento Al Socialismo arrasaron primero con la Asamblea Constituyente, después fue el turno de las cámaras del Congreso, convertido en Asamblea Plurinacional, del Tribunal Constitucional, del Tribunal Electoral y del Tribunal de Justicia; luego cayó la Fiscalía, hace poco, le tocó el turno a la Defensoría del Pueblo y ahora será, formalmente, el de la Contraloría.
Si la eficiencia y la transparencia son fundamentales para el funcionamiento de las instituciones estatales democráticas, que cumplan a cabalidad su función de servicio y garantía de los derechos ciudadanos, la independencia política de la Defensoría del Pueblo es realmente un asunto de su vida o de su muerte. Porque su papel es ser la piedra en el zapato, la mosca en la oreja y el Pepe grillo del poder estatal ¿podrá hacer eso un “defensor del puesto”?
La autora es comunicadora social.
Columnas de CARMEN BEATRIZ RUIZ