A liderazgo pobre, globalización mala
CIUDAD DE MÉXICO – Los países europeos vienen desde los años cincuenta debatiendo los costos y los beneficios de la integración regional. Pero no fue sino hasta el referendo por el “Brexit” en el Reino Unido que el debate comenzó a girar en torno de cuestiones centrales como la globalización, el libre comercio, la inmigración y sus efectos económicos.
La decisión de los votantes británicos de abandonar la Unión Europea (UE) fue un error, que cometieron engañados, sobre todo por el nuevo ministro de asuntos exteriores británico, Boris Johnson. Pero también sería un error que eurócratas y eurófilos no presten atención a las mentiras que animaron la campaña pro‑Brexit. Así como funcionaron en el Reino Unido, pueden funcionar en otros estados miembros de la UE y en democracias de todo el mundo.
No será fácil seguir avanzando hacia una “unión cada vez más estrecha” en Europa. El continente debe luchar con muchas cuestiones al mismo tiempo, entre ellas los refugiados, la inmigración, la deuda soberana, el alto desempleo y un Estado de Bienestar que ya no cumple sus promesas, a pesar de los altos impuestos y la disponibilidad de inmensos recursos para financiarlo. Para hacer frente a estos desafíos, la dirigencia de la UE tendrá que reunir una base de apoyo firme, para lo que necesita dar una respuesta directa a las necesidades y demandas de los europeos.
También en otras partes las élites llevan mucho tiempo sin prestar la debida atención a la globalización, el libre comercio, la inmigración y la desigualdad. La obsesión con el libre comercio de los presidentes estadounidenses George Bush (padre) y Bill Clinton en los noventa, así como la de sucesivos gobiernos mexicanos, volvió casi imposible desde lo político compensar a los que resultaron perjudicados.
Ahora, 20 años después de este fracaso de las políticas, no es extraño que en Estados Unidos un importante grupo de votantes marginados apoye masivamente a Donald Trump, el candidato presidencial republicano, así como muchos en la izquierda apoyaron masivamente a Bernie Sanders, el senador por Vermont que intentó ganarle a Hillary Clinton la nominación por el Partido Demócrata.
Ambos candidatos ajenos al establishment supieron explotar los padecimientos y los temores de los votantes estadounidenses. En el caso de Trump, se generó un espectáculo muy desagradable, lleno de guiños al sentimiento antimusulmán y antimexicano. En el caso de Sanders, a los votantes estadounidenses se les presentaron algunas ideas atractivas, como la gratuidad universitaria y la atención médica universal, pero estas y otras medidas siguen siendo políticamente impracticables.
Ambas respuestas son resultado del fracaso de las dirigencias nacionales para mitigar, o incluso reconocer, los resultados de las políticas instituidas a lo largo de los últimos 20 años. Todo intento de comenzar a corregir este fracaso debe basarse en la realidad. Por ejemplo, a los simpatizantes de Trump y Sanders tal vez les sorprendería enterarse de que en Estados Unidos se crearon muchos empleos fabriles nuevos después de la Gran Recesión de 2008-2009, y también después de la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) en 1993. Muchos de estos empleos fueron resultado del alza de las exportaciones a China, México y unos pocos países más pequeños con los que EEUU negoció acuerdos comerciales (Chile, Perú y Colombia, entre otros).
Es cierto que el traslado de millones de empleos fabriles a países como China y México contrarrestó en parte esta tendencia, aunque puede decirse con razón que se crearon más empleos de los que se perdieron; que el cambio volvió más competitivo a Estados Unidos; que China se convirtió en un importante mercado de consumo, y que incluso México hizo algunos avances.
El problema principal en EEUU fue la clase de empleos que cubrieron el faltante dejado por los puestos fabriles que se fueron a otra parte. Es algo que no vieron las autoridades, concentradas en las cifras macroeconómicas, pero sí lo vieron las personas de unos cincuenta o sesenta y tantos años que perdieron un empleo de treinta dólares la hora con seguro médico y jubilación, y tuvieron que contentarse con conseguir otro empleo por la mitad del salario y pocas o nulas prestaciones sociales.
Las autoridades no pensaron en las víctimas de la globalización, porque no creyeron que fuera necesario: ya se encargaría el mercado de arreglarlo todo. El mercado no arregló nada, pero las autoridades no aprendieron. El éxito de las negociaciones para el Acuerdo Transpacífico el año pasado se debió, en parte, a la falta de introducción de medidas que protejan a los trabajadores estadounidenses.
Una reacción antiglobalización similar ha surgido en México, donde tanto los elogios cuanto las críticas al Nafta siempre han sido exageradas. El Nafta trajo consigo el boom exportador que muchos proclamaron y predijeron; pero no consiguió frenar la migración hacia el norte. Volvió más competitivas a muchas empresas industriales y agrícolas mexicanas, pero sólo logró un aumento pequeño y transitorio de la inversión extranjera como porcentaje del PIB.
Además, si bien el Nafta obligó a México a encarar muchas reformas económicas necesarias y deseables, nunca cumplió la promesa de crecimiento: desde 1994, la tasa anual de crecimiento económico promedio no supera el 2,5 por ciento (poco para un mercado emergente), mientras que las cifras de productividad, empleo y remuneración salarial son igualmente decepcionantes.
Después del Nafta, nunca se implementaron las políticas necesarias para mitigar los efectos negativos de la globalización, por ejemplo, elevar el salario mínimo de los trabajadores fabriles. Hoy, el país entero paga el precio, y los mexicanos no están contentos. Si bien la culpa de esta situación, en general mediocre, no es toda del Nafta, éste ayudó a que surgiera el sentimiento antisistema, que puede afectar el resultado de la elección general de 2018.
La reacción popular contra el cambio disruptivo es inevitable, y a veces sirve de contrapeso a un liderazgo irreflexivo. La novedad, hoy, es la magnitud de la reacción en Europa y América del Norte, regiones que en opinión de muchos expertos y políticos estaban mejor preparadas que nunca para hacer frente al cambio. A juzgar por la reacción de los votantes en Gran Bretaña, Estados Unidos y México, ningún país está a salvo de los errores de sus líderes.
El autor es exministro de asuntos exteriores de México entre 2000 y 2003.
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Columnas de JORGE G. CASTAÑEDA