Las caras de la belleza
Vino a mi mente un artículo de Leonardo Boff, donde el teólogo franciscano rescata la idea de contemplación iniciada por Aristóteles, aquella contemplación de la belleza del mundo sin ningún interés utilitario
El otro día caminaba por la avenida Ribereña, que bordea al río Rocha en Cochabamba. Lo que aún queda del río y los sauces que lo rodean, me transportaron al privilegiado valle de antaño, aquel de las lagunas y la humedad en el aire. Los vestigios calmos y todavía verdes de tal paraje, me llevaron a dar curso libre a los pensamientos, actividad que, en el meollo de una cultura propensa al adoctrinamiento, la homogenización y automatización del individuo, suele ser tachada de “ociosa”, cuando en realidad, es la semilla que fecunda al conocimiento.
Así, cobijada en el manto musical del trino grupal de los tordos “músicos” (que son llamados de esa forma por su magistral canto) cavilaba sobre la incomprendida tarea de consagrar la vida a la búsqueda constante del conocimiento (en todas sus facetas), lo que implica una actitud humilde y abierta, un talante ligero de equipaje y una disposición permanente de entregarse a los viajes, así sean ellos solamente internos. Otro ingrediente fundamental es el cultivo de la soledad, condición muy temida y mal vista socialmente, principalmente en el caso de las mujeres.
Vino a mi mente un artículo de Leonardo Boff, donde el teólogo franciscano rescata la idea de contemplación iniciada por Aristóteles, aquella contemplación de la belleza del mundo sin ningún interés utilitario y que sería requisito indispensable para el florecimiento de la sabiduría. En su artículo, Boff rememoró que Dostoievski, cada año, iba a mirar la Madonna Sixtina de Rafael y que estaba convencido después de esta “terapia”, “que la belleza salvará al mundo”. ¡Y quién más que el célebre escritor para hacer semejante declaración, aquel capaz de construir los personajes más duros y oscuros de la literatura y de esa manera dejar constancia de lo bien que conocía las miserias y debilidades humanas!
Siguiendo mi paseo, pensé que para ojos y oídos abiertos, la belleza puede estar en cualquier parte sin necesidad de ir a un museo a contemplar una obra de arte. La belleza se asomaba en las luces y sombras que proyectaban las hojas de los árboles, en las azarosas formas de las nubes, en el aroma dulzón de jazmines lejanos, en un pequeño y colorido escarabajo que se posó en mi blusa.
Me acordé de que también tenía una “terapia” a la que llamé “rincón de observación”, una esquina en un lote baldío que en los atardeceres me permitía ver el horizonte, con la compañía de un molle, unas doradas espigas silvestres, una infinidad de aves y cigarras, y una araña “viuda-negra”. Pero como lo acre tiende a estar del otro lado del espejo y la belleza se fusiona con lo destructivo en esto que llamamos “civilización”, si me ponía a escudriñar los detalles, era evidente que el lugar estaba lleno de basura, que sobresalía la huella de decenas de árboles talados y que incluso mi “amiga” araña había hecho su tela bajo un envase de “Pilfrut”. Finalmente, un día me topé con el molle talado, el paraje quemado y con la construcción de un edificio.
A pesar del sopapo recibido, movida por la nostalgia, hace poco volví a mi “rincón de observación”. Entre el ruido de la construcción y los nada halagadores “piropos” de los albañiles, me percaté de que el molle continuaba brotando del tronco pelado, que la hierba empezó a colarse en medio de las vigas y que los pájaros no han dejado de cantar. Recordé la hermosa animación de Hayao Miyazaki, “La princesa Mononoke”, y reflexioné que, al final de cuentas, la mayor belleza se encumbra en aquella vida que insiste, testaruda, en surgir donde no la aprecian, en la arañita que encuentra calor en un plástico, en el verde que nace de las cenizas, en las humildes flores de los botaderos.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA