Corte Penal Internacional de la Haya
La Corte Penal Internacional (CPI) --en vigencia desde 2002-- es un tribunal de justicia internacional permanente cuya misión es juzgar a las personas acusadas de crímenes de guerra, de genocidio y de lesa humanidad. Es importante no confundirla con la Corte Internacional de Justicia, órgano judicial de Naciones Unidas fundado en 1945 y dedicado a resolver las disputas entre los Estados. La CPI no forma parte de las Naciones Unidas, aunque se relaciona con ella en términos que señala el Estatuto de Roma, su convenio fundacional. Ambas cortes tienen su sede en la ciudad de La Haya, en los Países Bajos.
La jurisdicción de la Corte se aplica a los países signatarios del Estatuto de Roma, que son actualmente 124. En casos flagrantes el Consejo de Seguridad de las NNUU puede solicitar a la CPI en contra de un país no-miembro –éste fue el caso de Darfour en 2005, Libia en 2011 y hoy en día de Siria. Pero la pretensión de la CPI de tener una jurisdicción más allá de las fronteras de sus países miembros no es conforme con el principio de soberanía nacional. Es más, si los acusados se benefician de la protección de alguno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, no corren riesgo alguno. No todos los países del mundo son miembros de la CPI y algunos se oponen activamente a su jurisdicción. El Estatuto de Roma no ha sido firmado ni ratificado, entre otros, por Estados Unidos, Rusia, China, India, Israel, Cuba e Irak y la casi totalidad de los países árabes, en resguardo de sus propios ciudadanos.
El caso más notorio constituyen los Estados Unidos, cuyo Congreso aprobó en 2002 una ley de protección de los servidores públicos (léase militares). La ley expresamente prohíbe dar asistencia a la Corte, de extraditar a cualquier persona de los Estados Unidos a la Corte y llevar a cabo investigaciones en los Estados Unidos por los agentes del Tribunal. La ley también autoriza a utilizar todos los medios necesarios para lograr la liberación de cualquier estadounidense detenido o encarcelado a solicitud de la Corte.
La CPI dictó su primer fallo condenatorio contra Thomas Lubanga, jefe de la milicia congoleña solamente en 2012 o sea muy recientemente. Actualmente tres de los 34 países africanos miembros –Burundi, Sudáfrica y Gambia– han anunciado su retiro de la CPI acusándola de discriminación racial por enfocarse casi exclusivamente en el continente africano y ser instrumento de la justicia colonial, sesgada y parcializada. Efectivamente, de los 10 casos investigados hasta la fecha por la CPI nueve conciernen a los países africanos y sólo uno se refiere a los crímenes cometidos en Georgia por las fuerzas rusas en 2008, un caso sin esperanzas de prosperar, por cierto. Se menciona a otros países africanos --Chad, Kenia y Namibia– que pueden seguir el ejemplo. Más que una movida para encubrir a sus líderes políticos acusados, la salida en serie de los países africanos deja a la Corte vulnerable en cuanto a su legitimidad.
Es verdad que la CPI se ha concentrado sobre África y sobre los responsables subalternos, excepto cuando la emoción provocada por la amplitud de los crímenes fue demasiado grande. Así, en 2009, el presidente sudanés Omar Al-Bachir fue el primer jefe del Estado en ejercicio perseguido por los ‘crímenes contra la humanidad’ y ‘genocidio’ en Darfour. Sin embargo, la impotencia de la CPI de ejecutar los mandamientos de apremio resultó en impunidad del hombre fuerte de Khartoum, quien asistió a todas las cumbres regionales fuera de su país sin ser aprehendido.
CPI encarna una antigua idea de tener la justicia penal universal y permanente. A pesar de las dificultades, la CPI sigue siendo un instrumento válido en contra de la impunidad de los dictadores y masacradores de alto vuelo. Se necesita más tiempo para que tanto los Gobiernos de los países miembros como sus opiniones públicas puedan afianzar la credibilidad de la Corte, que es todavía una justicia fuera del territorio, con todas las limitaciones, que esto implica.
El autor es comunicador social.
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