Lo precario
Ojalá ciudadanía y autoridades pudiéramos coincidir, al menos, en defender con un mínimo de responsabilidad algunos espacios colectivos
Muchas veces la fatalidad desnuda lo precario de nuestras formas de vida y de trabajo. Muchas veces, esa precariedad se debe a la pura fatalidad, cuyo signo principal es lo inesperado, lo que no puede preverse: un accidente, una enfermedad, un atraco o el hachazo de doña muerte. Nos creemos personas seguras porque dimos los pasos necesarios, estudiar, conseguir trabajo, laburar con responsabilidad, pagar nuestros impuestos, no acumular deudas, comprar y adecentar el nido, velar por la salud y el futuro de la prole… y un largo etcétera, hasta que la mala hora salta desde cualquier esquina, con un gruñido inaudible. Obviamente, no podemos vivir mirando con desconfianza por encima del hombro ni desconfiando de la suerte.
También creemos que la fatalidad proviene de la informalidad, sin duda una marca y una forma de vida generalizada en el país.
Pero un porcentaje considerable de las actividades económicas en Bolivia la fatalidad se debe a la precariedad con la que construimos nuestros espacios de trabajo y de vida. Todo justificado por la pobreza, pero ¿será realmente así? ¿Cuántas veces nos hemos aterrado con noticias acerca de incendios en los mercados de la Uyustus en La Paz, de la cancha en Cochabamba o del Mutualista en Santa Cruz?
Ha sido, precisamente, la desgracia de esos incendios devoradores de mercadería lo que puso en evidencia que detrás de chiringuitos y cuchitriles se amontonaban miles de bolivianos en mercancías de contrabando, sin ningún tipo de seguridad en su almacenamiento. Nos subimos desaprensivamente en colectivos destartalados, cuya sola facha está anunciando que, en cualquier momento, tendrán un desperfecto de motor o de frenos; o en taxis que funcionan con una atemorizadora garrafa de gas a la vista.
Fue la terrible granizada del año 2002 la que evidenció lo que probablemente propietarios y compradores sabíamos sin darle mayor importancia: que los negocios de la tradicional calle Honda, en La Paz, estaban asentados en instalaciones inseguras e insuficientes. Son las riadas y las lluvias copiosas las que nos confirman, cuando nos inundan, convirtiendo las calles en negros ríos amenazadores lo que todos sabemos al caminar por las calles de nuestras ciudades: mucha gente bota su basura en las bocas de tormenta, taponándolas; o que las alcaldías tiran pavimento sobre muchas calles sin contar con el diseño adecuado, atendiendo solamente a que en los nuevos barrios se construyen viviendas. Y somos las y los pobladores quienes nos “hacemos los suecos” frente a los obstáculos que la naturaleza nos pone, y construimos nuestras viviendas en las laderas de los cerros, sobre lechos de ríos o sobre tierra inestable. Y, sin embargo, antiguos pobladores y ancestros ya nos advirtieron al denominar esas zonas dándoles nombres de alerta en idiomas nativos.
La informalidad campea en las calles de nuestras ciudades, donde los mercados se expanden como manchas de aceite, tomando las aceras. Las y los transeúntes tenemos que hacer malabares para caminar por esas aceras invadidas, invadiendo nosotros las calzadas, toreando las movilidades. Los cascos viejos de las ciudades bolivianas están tan tugurizados que escasamente podemos apreciar lo poco que queda de su antigua arquitectura. En La Paz y Cochabamba hay que ir de noche para disfrutar del antiguo encanto de algunas calles tradicionales.
¿Realmente la pobreza justifica que hagamos de la precariedad una forma de vida? Ojalá ciudadanía y autoridades pudiéramos coincidir, al menos, en defender con un mínimo de responsabilidad algunos espacios colectivos.
La autora es comunicadora social.
Columnas de CARMEN BEATRIZ RUIZ