“Milenaria y sagrada”, no confundir con la otra
Los libros y las revistas de otras épocas son como las tumbas, con voces que sólo el que sabe escuchar, escucha. “¿Vas a los cementerios? – Mucho… mucho”. Pero también suele surgir en el camino algún incitativo asunto de la politiquería, que se nos pega a veces a la punta de la pluma. Y entonces nos deslizamos, sin querer, por la escabrosa pendiente.
La semana anterior y la que sigue al carnaval fueron ruidosas, musicales y movidas. Para varios asuntos pendientes era útil el pánico; por ejemplo, la nueva ley de la coca se aprobó a la carrera tras haber sacudido en las calles a los cocaleros de los Yungas. Al final, la solución salomónica reportó ventajas para ambos interesados. Pero la novedad estupenda fue que cinco galenos en Bolivia no pudieron diagnosticar los males del primer ciudadano de este país, lo vieron como a una iglesia abandonada: sin cura. Por eso voló ¡Urgente! hasta la Meca del comunismo en las Américas. Y allí, en dos palitroques, descubrieron qué era y cómo se cura.
El tema de la coca ha motivado una gran polémica. Pero es craso error el juntarlas en una misma bolsa, siendo tan distintas como son. La que se acullica nada tiene que ver con la que se procesa para convertirla en sulfato base de cocaína. Aquella es ciertamente antigua y tiene la rara cualidad de predecir el futuro o desentrañar algún enigma de la vida; por eso es sagrada. Había antaño veedores de coca en muchas comarcas de tierra adentro. Es buena compañera en la soledad, y también sabe labrar amistades entrañables. Está en la buena y en la mala; en los momentos tristes y en los de regocijo. La coquita en la ink’uña va a todas partes; sin ella no se puede empezar ninguna tarea importante. Hasta el sabor suele ser profética: dulce y exquisito para el buen camino; desabrido y amargo en el anuncio de algo malo.
“Gitanita tú que sabes, quiero que me digas suave, la verdad si es un puñal; toma mi mano temblorosa y lee presurosa mi destino fatal…”
En Facundo, el expresidente Domingo Faustino Sarmiento nos cuenta que cuando sucede un robo, el rastreador sigue las huellas de las pisadas del ladrón, y después de encontrar a un hombre, dice fríamente: “¡éste es!”. El delito está probado. El delincuente rara vez resiste esta acusación.
Ahora bien, lo que la gitanita quiromántica ve en las palmas de las manos, y el rastreador utiliza como testimonio la huella de las pisadas, el veedor en Bolivia lee el secreto en la expresividad misteriosa de las hojas de coca.
En Yocalla (Potosí) aún vive gente que recuerda este episodio, uno entre varios:
Ese martes de carnaval, Carmelo se animó a cruzar el Pilcomayo. Hombre de palabra, no quería fallar; lo esperaban para la ch’alla sus compadres. Corajudo jinete, varias veces atravesó antes. Pero ahora su caballo corcoveó en el vado y lo arrojó a la corriente. “No busquen ya, el cuerpo no ha pasado el puente; esperen que se aclaren las aguas. La coca dice que está en alguna parte del dique”. Una semana después, doblaban en la torre las campanas...
El autor es escritor, miembro del PEN Bolivia.
Columnas de DEMETRIO REYNOLDS