La reina está triste
En cada una de estos muros, bodegones vivos, hay una reina. Es una y es muchas. Las veo en todos los mercados que visito, parecen desdoblarse y multiplicarse en sus interminables afanes. Pero no siempre la reina del mercado que recorro cada semana está activa y dicharachera
A veces, simplemente la política me agobia, como me cansa el esfuerzo de intentar ser positiva, mirar la vida de frente, relativizar las declaraciones absurdas, reír un poco y llorar otro tanto como testigo absurdo de los desfiles interminables y las intermitentes tonterías patrioteras. A veces, simplemente, me ganan la moral el despropósito de las prioridades gubernamentales y el silencio político “bastante parecido a la estupidez”. Entonces me sumerjo en los tapices que la vida cotidiana también ofrece: bullicio, actos y gestos repetidos hasta el cansancio y que, sin embargo, no dejan de sorprender. Como los mercados, esos laberintos de comercio donde transcurre la vida de miles de personas, sobre todo mujeres, ocupadas en el día a día de la sobrevivencia.
Mi recorrido me lleva hasta una especie de muralla multicolor. Desde abajo, la sostienen las más fuertes: sandías, toronjas y naranjas. Y el muro multisabor va subiendo: limas y mandarinas. La parte de arriba está coronada con las más delicadas, pero también apetecidas: mangas, plátanos, higos, duraznos y chirimoyas. A diferencia de los cercos de piedra, marrones y estáticos, esta muralla cambia su colorido según las frutas de la estación. Todos los productos se ofrecen al público gritando de color y sabor, y no sólo en su construcción, sino a viva voz. Nunca deja de maravillar esa edificación que parece tan frágil y, sin embargo, es tan consistente.
Detrás del escaparate vivo, una eficaz y también movible escalera de canastas permite a la vendedora trepar, elegir, bajar a negociar y volver a subir para acomodar la oferta: Llevate caserita, ya se está acabando su época, después vas a querer y ya no va a haber. Así como la dulzura del tono puede conquistar un cliente (probá qué dulce está), la ferocidad de la negociación del justo precio viene a continuación (no toques si no vas a llevar). Y si conseguiste lo que crees una ganga, llegando a la casa la realidad te pone en tu sitio, las frutas que te dieron de yapa están tan maduras que no alcanzarán a vivir hasta el mediodía.
En cada una de estos muros, bodegones vivos, hay una reina. Es una y es muchas. Las veo en todos los mercados que visito, parecen desdoblarse y multiplicarse en sus interminables afanes. Madrugar para comprar la fruta al por mayor en los centros de abasto adonde llegan los camiones desbordados y traqueteantes. Llevar la mercadería a sus puestos de venta y actualizar el muro de la oferta, desechar lo inservible, elegir lo más atractivo para ponerlo al alcance de los ojos, las manos y los bolsillos de las inflexibles parroquianas (los hombres son más fáciles, vienen y compran nomás, no hay que estar peleando con ellos).
Pero no siempre la reina del mercado que recorro cada semana está activa y dicharachera. Como hoy, cuando me miró fijamente sin verme y no respondió a mis provocaciones jocosas. La casera me dejó revolver los duraznos y apartar con falso desprecio, como siempre cuando le busco pelea, la fruta importada: ¿acaso no producimos eso acá? ¡Cuando sea su época te voy a comprar! No, hoy, la reina de las frutas estaba triste y callada, ni su voz machacona ni sus ágiles pies revoloteaban entre los pisos de su colorida muralla. Y yo no sabía por qué. Hasta que le busqué los ojos y vi el rosetón morado que le tapaba media cara. Y entendí y no dije nada. Solo nos miramos y supimos que la vida a veces puede ser tan agria como la fruta podrida.
La autora es comunicadora social.
Columnas de CARMEN BEATRIZ RUIZ