Fragilidad
¿Cuántos padecen las consecuencias de una nula o mala atención en salud? ¿De qué justicia social, igualdad de oportunidades y “socialismo” hablan las autoridades, si un derecho fundamental y crucial no deja de ser excepcional, prohibitivo, casi librado al azar?
Tal vez sea trillado remitirse a la dualidad entre la mente y el cuerpo. O como diría Jorge Amado, a la eterna batalla de la carne y el espíritu. No obstante, mientras uno no siente en sus propios zapatos, la obvia, evidente y dolorosa imperfección corporal, el asunto se resume a metáforas, a reflexiones, a un juego más en el meollo de los incansables laberintos especulativos.
La mente suele engañarnos. Desde que el mundo es mundo, la mente genera una sensación de inmortalidad. A ello, innumerables mortales lo convierten en religión, otros lo transforman en arte fecundo, a algunos les lleva a sumergirse en el vértigo de las quimeras del conocimiento y la filosofía, y nunca faltarán los que mutan esas sensaciones en recurrente e inútil desesperanza, siendo ineludible la paradoja de que, finalmente, el cerebro es parte de lo que se transmutará en polvo.
Así, al estar sanos, nuestro enorme ego nos hipnotiza, nos obnubila y la vida se presenta cual imbatible, prometedora, infinita. Eso hasta que el cuerpo nos da tremendo revés y nos remonta a ese origen poroso y turgente de carne, de sangre, de los terrenales fluidos que componen el “yo” que habíamos resultado ser. Y ahí llega la fragilidad, la precaria vulnerabilidad, mucho más en un país donde el acceso al cuidado de la salud es un lujo.
“There but for fortune” canta la diáfana voz de Joan Baez. Hace un tiempo, un querido amigo de mi familia colapsó en una descompensación. Sin que alcanzaran a realizar un diagnóstico para saber qué lo enfermaba, falleció después de horas de agonía en el frío pasillo del hospital más importante de Cochabamba, mientras esperaba, aprisionado en una escueta camilla, su “turno” para que lo atendieran. ¿Cuántos casos como aquél se generan a diario? ¿Cuánta gente sucumbe, simplemente, por no contar con un servicio de salud oportuno, adecuado, suficiente y eficaz? ¿Cuántos padecen las consecuencias de una nula o mala atención en salud? ¿De qué justicia social, igualdad de oportunidades y “socialismo” hablan las autoridades, si un derecho fundamental y crucial no deja de ser excepcional, prohibitivo, casi librado al azar?
En cambio, yo fui de las afortunadas al tener acceso al Seguro Social Universitario. Y, ante mi carnal fragilidad y precaria vulnerabilidad, recibir no solamente el diagnóstico y tratamiento que necesitaba, sino solidaridad, calor humano, cariño, justamente en esos momentos en los que urgen esas expresiones de empatía humana. Por ello, dadas las condiciones del acceso a los servicios de salud en este país y consciente de mi suerte, no me queda más que agradecer a aquellos que, verdaderamente, siguen esa extraordinaria vocación de curar y cuidar la salud del prójimo. A Enrique Santiago, Edwin Saavedra, Giovanna Chiarella, José Antonio Moisés, Iver Durán y otros Doctores que me trataron, a las enfermeras, auxiliares de enfermería, internistas, anestesiólogos, a dulce señora que preparaba y traía la comida, a todos/as, gracias infinitas por ser la aguja en el pajar, la nítida luz de las luciérnagas en una noche cerrada; por ser excepcionales en este contexto en el que los poderosos de siempre optan por operarse en el extranjero y donde erizan la piel noticias al estilo de que aguas fétidas del alcantarillado invadieron el segundo nosocomio más concurrido de la ciudad.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA