La madre, una deuda impagable
El sábado anterior se celebró el día de la madre. Para muchos fue una grata ocasión de sentirse felices al lado de ella. Para otros, fue el día más triste porque ya no está, y su recuerdo dolía intensamente. Dos motivos distintos se juntaron: la historia que enaltece su figura cívica por la gesta de la Coronilla, y el sentimiento universal de gratitud que le debemos, la deuda impagable que llamo yo. En efecto, no hay nada en el mundo, con todo lo que encierra, que pueda justamente valorar su vida.
“Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados; una mujer que, siendo joven, tiene la reflexión de una anciana, y en la vejez, trabaja con el vigor de la juventud…”,
El Monseñor Ramón Ángel Jara, autor de la oración poética: “Hay una mujer”, de la que se extractó el párrafo transcrito, estuvo cabal en sus expresiones. No conozco otra expresividad más elocuente. Acertó en decir muchas cosas en pocas palabras. Es una página que sólo consta de cinco párrafos; se percibe entre líneas la vibración de un alma que contiene apenas la efusión del llanto. Es una reflexión de honda poesía. La lira suprema del poeta resonó un instante y no volverá nunca más. Esos lujos del espíritu no se repiten.
No obstante, aunque vale tanto, no alcanza a decir todo. En realidad, el vocabulario verbal está agotado. Ninguna lengua del mundo abarca en profundidad lo que es la madre; por eso, con ella, más que decir, hay que hacer. Es un tesoro que se nos acaba pronto. Ensalcemos su presencia con lo que más se pueda. Y ahora, sin postergaciones. “Mañana” es mala palabra, porque no sabemos si vendrá. Afortunado (a) eres, si aún te escucha decir ¡mamá! Clama a Dios para que suavice el áspero camino por donde transita.
La cotidianidad rutinaria es a veces un velo de ceguedad. Cuando una nueva luz se enciende en su regazo íntimo, su vida ha cambiado radicalmente. Pertenece ya a otra categoría humana; esa nueva luz le ha dignificado, le ha ennoblecido, le ha redimido. No importa lo que haya sido antes; desde el momento en que es madre, lleva en su entraña la presencia de Dios. Es un templo de la vida. ¡Saludemos con asombro ese milagro!
Para una madre los hijos nunca crecen. Son los mismos que antaño —de niños— eran el bálsamo sedante en las tribulaciones. Se abraza con angustia a esa ficción. Su devoción y su ternura por ellos se renueva y no envejece. Para esa dimensión sublimada de su vida los años no cuentan. El calendario no existe. Parece que para valorar sus virtudes excepcionales, se hubieran inventado las palabras “abnegación” y “ternura”. En ningún cuadro de la vida caben esos términos con tanta verdad y precisión como en el de la madre.
El autor es escritor, miembro del PEN Bolivia.
Columnas de DEMETRIO REYNOLDS