Cultura rebelde
Vivimos en una democracia y que no deberíamos desaprovechar esa oportunidad para incidir en las decisiones concernientes a nuestro futuro como colectividad
Un querido amigo decía que sólo viviendo una dictadura se podía apreciar el valor de las democracias. Afortunadamente, apenas contaba con unos años cuando en Bolivia sucumbió la última dictadura militar. No obstante, así como generan una curiosa atracción los libros y películas que trauman, el escudriñamiento de los procesos totalitarios cultivó un extraño embrujo en mí y me he dedicado a estudiarlos gran parte de mi vida profesional. En tal medida, a pesar de los sinsabores que implicaron e implican las inciertas e imperfectas democracias latinoamericanas, creo que llegué a estimar su valor, más aún siendo mujer que procura seguir su camino muy lejos de los roles sociales asignados a mi género.
Sin embargo, hay un aspecto que estamos olvidando los latinoamericanos sobre las democracias: Una democracia verdadera y completa significa algo mucho más que el ejercicio de los derechos políticos de primera generación (el elegir a los gobernantes o la posibilidad de acceder al poder mediante el sufragio), en realidad, la democracia cobra sentido al momento en que se ponen en práctica otros derechos que se han ido ganando a fuerza de lucha y rebeldía. Los más importantes tienen que ver con la participación ciudadana activa, crítica y como principal contrapeso frente al poder.
Valga aclarar que el país históricamente fue un referente en el tema. Desde las sublevaciones indígenas, pasando por uno de los movimientos obreros más conscientes y preparados de América Latina, Bolivia se reveló cual ejemplo de una cultura rebelde, difícil de doblegar. No por nada hubo episodios en el devenir boliviano donde el contrapeso ciudadano fue tan contundente que se tradujo en una de las pocas insurrecciones populares triunfantes en la región en los 50, en la consolidación de una dualidad de poderes a través de un organismo obrero en los 70 y en la caída estrepitosa de los que mal gobernaban en la década del 2000. Que esos esfuerzos hayan sido traicionados, es otra triste historia.
Justamente, a raíz del desengaño que encarnan los Gobiernos del “proceso de cambio”, es que hoy parece brillar por su ausencia el cariz de la cultura rebelde boliviana. Sucedió que los “revolucionarios” Gobiernos del MAS no solamente resultaron en la continuidad de la matriz extractivista desmedida, inequitativa, irresponsable y demagógica; igualmente incluyeron una hegemonía partidaria que pretende cooptar y controlar todos los aparatos, niveles e instituciones del Estado y, lo que es peor, las organizaciones y movimientos civiles. De esa forma, el necesario contrapeso ciudadano que sustenta a las democracias se hace difuso y, con una virulencia preocupante, se trastoca en objeto de repudio y penalización.
Por ende, nos encontramos con las organizaciones sociales divididas en el intento de ser desmanteladas y/o funcionalizadas, los sindicatos comprados con mecanismos clientelares, y con discursos, simbolismos y prácticas que criminalizan la disidencia, la protesta y la acción ciudadana crítica.
Ante ello cabría reflexionar que, insisto, vivimos en una democracia y que no deberíamos desaprovechar esa oportunidad para incidir en las decisiones concernientes a nuestro futuro como colectividad. Que más allá de la retórica vacía, la teoría grandilocuente e inútil, la burocracia estatal y las mezquindades de la política partidaria tradicional, la acción ciudadana independiente y autónoma es lo que hace dable el contrapeso inexcusable respecto al uso y abuso del poder. Y así recordarles a los aspirantes a Odorico Paraguaçu nacionales, departamentales y municipales que la coyuntura de las dictaduras quedó atrás y más todavía el tiempo de los ciudadanos adormecidos, sumisos, contentados con minucias, dádivas, sobornos, engaños. ¡Ojalá no esté cayendo en ingenuo optimismo o en efímera esperanza!
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA