Pautas para una biografía del reduccionismo
Cuando militaba en fuerzas políticas de izquierda, creía, o mejor dicho, sentía, sinceramente por supuesto, que luchar por una causa justa, sublime, como abolir la propiedad privada, ameritaba jugarse la vida. Nuestro enemigo era mucho más fuerte, disponía a su antojo de paramilitares, jueces y diputados por igual, faranduleros haciendo gracias en TV como Tinelli, todos y ¡todas! dispuestos a cualquier cosa por agradar al jefe, incluso gratis.
Aunque ya no creo lo mismo, tengo recuerdos cristalinos de la época. Me angustiaba, confieso como un actor desnudo frente al público, reproducir la moral del falso profeta. ¿Falso profeta? Sí, pero no hablo de la clásica oposición discurso/praxis, por ejemplo, como esos curas que andan pregonando la abstención sexual antes del matrimonio y luego, utilizando el confesionario como herramienta de seducción sexual…
No, nada de eso, sino más bien de las cuestiones propias de la intimidad psíquica del individuo: ¿quería jugarme la vida por amor al pueblo, o por el amor del pueblo? Me autocriticaba y remodelaba mi ser en torno eso, pero las dudas volvían a palpitar sin solución de tanto en tanto: ¿no me estoy autoengañando al pretender interpretar la ética del “hombre nuevo” al pie de la letra?, ¿se puede construir al hombre nuevo?, ¿cómo?
Eso fue hace mucho. No soy el mismo, pero sigo evocando aquel pasado con otros fines. Y voy a contar un caso de probable interés politológico: imaginarios sobre la historia política previa al 9 de abril de 1952, en los ámbitos del sindicalismo estudiantil, imaginarios, actualmente vigentes, y tal vez más que antes…
Casi cualquier militante de las fuerzas populares, más o menos populistas, de la izquierda nacional o purita, sin distinción de sexo y edad, aunque normalmente de la pequeña burguesía, y no menos autoengañada, evocaba ese pasado como una suerte de barbarie antediluviana, sobre la que mayormente circulaban ideas vagas, representaciones opacas, pero infaltables para ilustrar lo que no debía ser, o fustigar al adversario, equiparando su praxis con la de aquellos señores de la “rosca”.
¿Acaso, la posición del sujeto en la estructura de jerarquías sociales del Estado antes de 1952, no estaba determinada, casi exclusivamente, por los lazos de parentesco sanguíneo y otros privilegios de cuna? ¿Acaso los indígenas no vivían reducidos a “pongos”, haciendo unas veces de albañil, otras de acémila, e incluso niñeros, del patrón, o en el mejor de los casos, excluidos del estatus ciudadano más elemental del Estado de Derecho?
En efecto, así era. No obstante, interpelando esos hechos pasados, como ingredientes históricos para resolver los problemas actuales, reducidos a su mínima expresión, como extraídos de un libro de salmos, por ejemplo, reprochando la cuestión “unamunesca”, sin haber leído siquiera algo de Alcides Arguedas, en vez de haber contribuido a las metas del “proceso de cambio”, pacería destacar entre las causas que explican su mediocres resultados.
¿De qué modo? Eclipsando los vínculos y determinaciones del pasado sobre nuestros hábitos políticos contemporáneos. De esa manera, el patriotismo grandilocuente del Partido Republicano que acarreó la Guerra del Chaco, tan en boga en estos días, o nuestra vocación extractivista como estrategia de modernización “en un paso”, apenas constituyen la punta del iceberg sobre aquello que somos, pero evitamos admitir.
El autor es economista.
Columnas de JUAN JOSÉ ANAYA GIORGIS