Para (ya no) escuchar el canto de los pájaros

Columna
Publicado el 21/06/2017

Y sí. Pipo, el caricaturista de este medio editorial, reaccionaba airado ante lo “incompleta” de mi nota debutante, con relación a la proliferación de ruidos nocturnos que nos impiden conciliar un sueño realmente reparador. Agregaba Pipo que en realidad lo más fastidioso son los petardos, cohetes (y otras algarabías estruendosas con que solemos expresar nuestro contento, rabia, frustración), que dañan a niños y mascotas. En cuanto a estas últimas, ellas tienen la capacidad de percibir rangos de sonidos que son imperceptibles para el oído humano y los ruidos pirotécnicos les generan tal estrés, que algunos animales pueden intentar huir o esconderse en actitud de total indefensión. Hay que añadir que no saben qué ocurre. Nosotros sí sabemos qué ocurre. Ganó un equipo de fútbol y su parcialidad celebra cada gol con andanadas de petardos. Comteco organiza algún festejo en la Plaza de las Banderas y hace temblar hasta los cimientos de los edificios con sus festejos pirotécnicos. O alguna gente que protesta hace conocer el grado de su malestar social con petardos e incluso cachorros de dinamita. Los animales no saben nada de eso. Ellos confunden esos ruidos con truenos, con alguna amenaza de las entrañas de la tierra que anuncia un terremoto, en suma, un cataclismo natural. ¡Y son nuestras acciones, algo evitable!

Sin embargo, en esta ocasión, quiero dirigir mi atención a la fauna urbanita, de aquellos animales que se han adaptado a la metrópoli y conviven entre nosotros. Qué más les da, si les hemos ido arrebatando su hábitat, que tienen que avenirse a vivir en postes, arboledas de plazas, etc.

¡Bien te vi, bien te vi!, eso es lo que parecía decir en su canto un pájaro nativo de América y muy abundante antes en Cochabamba, el Pitangus Sulphuratus, más conocido como “bienteveo”. Hace mucho tiempo que no se escucha su canto, al que la tradición le atribuía presagios de visitas, matrimonios, nacimientos o discordias en la familia, según a qué hora se le oía cantar y desde dónde, desde un árbol o el techo de una casa. Igual, antes se avistaba a menudo las casitas del hornero (Furnarius rufus-commersoni) entre las ramas de eucaliptos (que antes los había) o en lo alto de los postes de luz. Ahora, ya casi nada, ni siquiera a lo largo de los caminos en las zonas rurales, al menos, no con la frecuencia de antes.

¿Qué pasó? A los múltiples factores, como la destrucción de su hábitat por la deforestación, el crecimiento urbano, se suma un factor más: la contaminación acústica. Los expertos nos han advertido ya de la desaparición de las abejas, como resultado —además de muchos otros factores (pesticidas, químicos, etc.)— de los efectos del uso de celulares. Y, nos dicen que exterminadas las abejas, se vendría una catástrofe sin precedentes.

Igual de nocivo es para la fauna aviaria el ruido. Las aves utilizan el sonido para comunicarse entre sí y también para lanzarse avisos de alerta ante un intruso peligroso. Esos ruidos tan excesivos en nuestra ciudad hacen que las  aves tengan menores posibilidades de percibir sonidos que les serían útiles, y con ello, se pone en riesgo su supervivencia ante posibles depredadores. Esos ruidos antropogénicos interfieren en la capacidad de distinguir las vocalizaciones de las aves entre miembros de una especie, avisarse de peligro, organizarse para iniciar un ataque, indicarse una fuente de comida, mantenerse en contacto sin necesidad de verse unos a otros por la densidad de la arboleda. Los ruidos, si son nocturnos, los estresan de sobremanera, acortando su periodo de vida, y esto puede ser particularmente grave si un ave monógama queda viuda a temprana edad, por lo que no volverá a emparejarse, comprometiéndose la reproducción de la especie.

Está la cuestión de por qué debería importarnos esta problemática. Pues, porque está en juego nuestro propio bienestar. Al margen del beneficio de su canto, las aves se encargan de limpiar millones de insectos molestos para la salud de los cultivos (cultivos que han de alimentarnos), de los árboles (que nos proporcionan oxígeno), y de nosotros mismos.

Recordemos días recientes. Hubo tal cantidad de zancudos, que en escuadrones de ataque aéreo nos “devoraron” a los cochabambinos, procedentes, al parecer, de la agónica laguna Alalay. Esa es una pequeña muestra de lo que nos espera si continuamos con nuestras acciones agresivas acústicas y medioambientales. Luego nos aparecerán ratones, ratas y cucarachas.

 

La autora es docente e investigadora universitaria.

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