¿Aprobaría la universidad el examen del mercado?
Hace unas semanas escribí en este mismo espacio sobre cierta desconexión que percibo entre las instituciones académicas y la sociedad en general, aun cuando vivo fuera del país desde hace más de una década.
Desde aquella columna, he intercambiado opiniones con mi amigo y académico Alberto Sanjinés –vicerrector de una de las mejores universidades de Bolivia–, quien me alertó sobre una diversidad de ejemplos de avances de su centro educativo y otros varios en nuestro país respecto de los beneficios de las nuevas tecnologías en los procesos de aprendizaje, los intentos por acercarse a los nuevos lenguajes de los estudiantes, la exploración de áreas otrora abandonadas por la academia boliviana como la neuroeducación y la ética y el fomento de las competencias colaborativas.
Su esfuerzo por rebatir ideas y cambiar percepciones lo agradezco, sobre todo porque el intercambio intelectual epistolar es algo pasado de moda, y que requiere el esfuerzo extra de sentarse tranquilamente a poner ideas por escrito. Empero, luego de pensar sobre lo conversado, y de saber que en materia de innovación dentro y fuera del aula se está avanzando, me reafirmo en la percepción de que nuestras universidades aún tienen pendiente un examen: su sobrevivencia en el mercado no sólo como validadores o expedidores de títulos sino como generadores de conocimiento aplicado.
En Estados Unidos, país de referencia en el ámbito educativo, se valoran los resultados más que los procesos, quizás porque se trata de una sociedad que ha tenido que sobrevivir al capitalismo más salvaje. Y el mercado en general es muy cruel con los resultados. O el producto se compra, o se retira de la estantería. Igual pasa con la colocación de productos intelectuales y educativos, aunque en este ámbito, las entidades sin fines de lucro han compensado muchas de las inherentes fallas de mercado.
El ejemplo que he podido ver de más cerca es el de la Universidad de Georgetown, centro de educación privada, sin ánimo de lucro y dependiente de los jesuitas, que oficia no sólo como una ventanilla de validación educativa, sino como una especie de “club social” del conocimiento, en el que las redes de exalumnos y la capacidad de atracción de las mentes más brillantes del planeta, es uno de sus activos más valorados.
Además, Georgetown no se debe exclusivamente a sus estudiantes, puesto que obtiene menos de la mitad de su fuente de financiación de ellos, lo que da un interesante balance. Apenas un 41% de sus ingresos proviene de las matrículas y contribuciones. El casi 60% restante llega a través de contratos de la administración pública (10%), de donaciones y contratos privados (24%), de otros ingresos principales (10%) y del retorno directo de la inversión (un 15%, siendo la media del resto de universidades norteamericanas mucho más alto en este sentido).
Ello demuestra que el peso de los ingresos no recae exclusivamente en la matrícula, validando el conocimiento a través de sus títulos, sino en la fortaleza testeada de su capital humano, que debe ser capaz de encajar sus productos o servicios en el mercado, y para ello debe necesariamente ser competitiva, pues a la hora de ganar un contrato debe demostrar que lo hace mejor que empresas más flexibles y eficientes, como Delloitte, Ernst and Young o Price Waterhouse Coopers. Ello genera además, que muchos de los empleados se mantengan vivos e inquietos intelectualmente, a la hora de proponer proyectos de investigación reales.
Y esto no sucede únicamente en universidades de élite y centros privados. Justamente hace unos días me tomé un café con Ignacio Navarro, recordado vocalista y fundador de la banda cochabambina de rock-pop Jade. Navarro es docente e investigador en California State University-Monterrey Bay, pequeña universidad pública en la que aporta con sus evaluaciones de impacto y eficiencia económica a políticas públicas relacionadas con salud pública, desde un instituto de trabajos colaborativos conformado por dos docentes.
Si las universidades se desvinculan de la vida de la comunidad, pierden una gran oportunidad. Generalmente nos enfocamos mucho en rankings, en la realización de congresos, en la importancia de nuestros journals y revistas internacionales indexadas, en el número de citas, y otros indicadores clásicos de excelencia educativa, pero no debemos olvidar la capacidad de las universidades para defenderse en el mercado, de una forma más aplicada, generando prototipos, y colocándolos en las manos de los clientes, que en últimas son los evaluadores más severos, los consumidores.
El autor es gestor cultural .
@fadriquei
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