Centenario de la revolución de febrero
En una biografía de la emperatriz Catalina la Grande, un historiador inglés escribió que, pese a los grandes logros de su reinado, a su muerte las condiciones sociales de las mayorías rusas eran tales, que inevitablemente estaban determinadas las condiciones para que transcurrido el tiempo estallase la revolución rusa con toda su violencia.
Conforme a esto, todas las reformas que emprendieron algunos zares en el siglo XIX sólo fueron paliativos que de ningún modo despresurizaban a su sociedad, y menos a lo concerniente al rencor que fermentaba, buscando la compresión necesaria para estallar. La razón de este estallido ha sido explicada con sencillez con la perspectiva histórica. Las condiciones sociales de los campesinos europeos mejoraron lentamente en el transcurso de los siglos. En Francia ya avanzado el medioevo empezó una lenta liberalización social para los campesinos. Cuando estalló la revolución francesa, más que una revolución campesina fue una revolución burguesa, así como fue una rebelión de la civilización contra su enemigo el cristianismo, personificado en Francia por la iglesia católica y su aliada la monarquía.
En cambio en Rusia con el paso de los siglos las condiciones del campesinado se deterioraron, llegando a su nadir en la segunda mitad del siglo XVII, durante el reinado de Catalina la Grande. Avanzado el siglo XIX, el zar Alejandro II dio libertad personal a los siervos, pero no les dio la tierra. Luego, con los reinados de Alejandro III y de Nicolás II, la situación se agravó. Para conseguir un sector campesino adicto al régimen, se dio parte de la tierra a granjeros, los denominados kulaks. Así, unos dos o tres millones de familias campesinas se privilegiaron, pero decenas de millones quedaron en abyecta miseria. Esto en particular, fue el fermento de la violencia campesina en la década de 1930; violencia en la que el régimen staliniano fue cómplice, pero no autor.
Cuando estalló la revolución de febrero de 1917, los campesinos quedaron sin saber qué hacer, excepto que querían la tierra que cultivaban y que en origen había sido suya. Con ese trasfondo campesino, la revolución de febrero que derribó al zarismo fue una revolución urbana. Al igual que en las ciudades durante la revolución francesa, en Petrogrado (luego Leningrado y ahora nuevamente San Petersburgo) se movilizó la gente de todos los estratos sociales. El derribo del zar fue suave, luego vino la euforia y paulatinamente la violencia. El poder urbano pasó a los soviets, comités revolucionarios y gremiales. Los soviets controlaron las fábricas, los ferrocarriles y finalmente parte del ejército. Su bandera era roja, que en el siglo XIX fuera del partido colorado uruguayo y que Garibaldi llevó a Europa.
Se formó un gobierno provisional, primero encabezado por el príncipe Lvov y luego por Kerensky. Era un gobierno que propugnaba la liberalización, los cambios; que de motu proprio dio el voto universal, incluyendo a las mujeres. Pero no dio lo que en ese momento era lo de fondo: la tierra a los campesinos. Continuó la guerra contra Alemania, pero con un ejército campesino que ansiaba volver a su tierra y tomarla. Para completar el panorama, hay que agregar que el gobierno provisional compartía el poder con los soviets; es más, gobernaba en cuanto lo permitían los soviets.
Pasaron las semanas y la revolución se propagó desde Petrogrado y Moscú a las demás ciudades rusas.
Todo estaba dispuesto para que el gobierno provisional fuese reemplazado por otro al gusto soviético, que enarbolase la bandera roja. Eso ocurrió con la revolución de octubre, así que seguiré en el siguiente artículo.
El autor es escritor.
Columnas de BERNARDO ELLEFSEN