El aguayo
No es muy habitual ver a una joven y hermosa mujer, de rasgos claramente caucásicos, piel blanca y atuendo occidental, cargando a su bebé en un aguayo. Se trata de Claudia Fernández, esposa de Álvaro García Linera. En las redes se la ve sonriente, ocupada en algo doméstico y con la niña a la espalda. “Clau aprendiendo a utilizar nuestro aguayo”, teclea el marido, quien publicó las imágenes.
Un comentario oficioso dice: “El vicepresidente […] Álvaro García Linera chochea con su esposa y su primogénita de tres meses de nacida”. A 20 horas de la publicación, el mensaje ya tenía cerca de 40 mil “likes”, compartido algo más de 5 mil y generando casi 2 mil comentarios. Lo que se dice un “trending topic”.
Sin embargo, al mismo tiempo que las imágenes generaban un aluvión de ternura en algunos internautas, también había otro sector que vilipendiaba el hecho de que una mujer profesional, clase alta y casada con un alto mandatario de Estado luzca con la bebé cargada en el aguayo. Algunos criticaban el uso “político” de imágenes de la bebé. Otros arremetían a causa de la “impostura” de usar aguayo sin que se acompañe la pollera y demás atuendos.
Ese tejido multicolor que es el aguayo, lienzo casi cuadrado de textil de factura indígena, estaba y está asociado a lo indígena, a lo cholo. No tiene “estatus”, no es “cool”. En cuanto una mujer decide “ascender” de estatus, arroja lejos la pollera y también el uso del aguayo (esto va variando últimamente, con el alta burguesía aymara).
¿Cuántos niños no han vivido su infancia a cuestas de la espalda de su madre? Unas veces despierto, otras dormido, ahí estaba en su cuna andante, y tal vez más allá del destete. Los médicos a veces, probablemente por su formación occidental, despreciaban el uso del aguayo en este arte de la puericultura. Alguna gente le atribuía la peculiaridad física del genu varo, que dan a las piernas la apariencia de un arco, por lo que se desaconsejaba su empleo. Otros señalaban que el niño, sujeto así todo el tiempo, no estaba lo suficientemente estimulado, porque sólo veía la nuca de su madre y poco más. En fin, el aguayo no ha gozado de buena prensa, unas veces para encubrir con racionalizaciones lo que en el fondo es simple racismo.
Actualmente, vemos cómo las madres jóvenes, incluso de las zonas rurales, han optado por los coches de bebé. Aunque claramente son incómodos para trasladar, sobre todo si se ha de usar transporte público, ganan en preferencia.
Al margen de que el Vicepresidente diga cosas tan insólitas como eso del “sol y la luna” y otras lindezas, el tema del aguayo debería ser tema de discusión. Los expertos en marketing saben que si desean promocionar un producto que no goza de estatus, no tienen que emplear a modelos de gente del común y en ambientes cotidianos. Tendrán que usar a modelos hermosos (con patrones de belleza imperantes), locaciones deslumbrantes, objetos suntuosos. Con la publicación de su bella esposa cargando a la bebé, probablemente el Vicepresidente está marcando una línea, que ojalá sea debatida. Los médicos, los psicólogos tendrían mucho que decirnos.
Se dice que el bebé quiere estar en brazos y que no hay que “malacostumbrarlos”. En realidad, el bebé necesita estar en brazos. El aguayo, como ningún otro receptáculo, es algo muy parecido a estar en brazos todo el tiempo. Presiona al bebé desde todos los puntos de su pequeña humanidad, similar al líquido amniótico. Además, le proporciona el suave calor humano de su madre.
Tal vez ha llegado el momento de reivindicar el uso del aguayo. Y no es fácil cargar a un niño a las espaldas con el aguayo. Se necesita un largo entrenamiento, desde los pliegues que hacer, lanzar al bebé hacia atrás, acomodar los extremos y hacer el nudo. Las pequeñas en las zonas rurales practican ya desde la niñez cargando a sus muñecas, mascotas. Cibernautas: Quizás ha llegado la hora del aguayo, arte milenario transmitido de generación en generación de mujeres del mundo andino. Y, ¿por qué no?, podría ser emulado por urbanitas, hombres y mujeres.
La autora es docente e investigadora universitaria
Columnas de SONIA CASTRO ESCALANTE