De manzanas y sentencias bíblicas
Puede no existir acuerdo sobre las causas históricas de la segregación de la mujer, pero en lo que a la religión judeo cristiana se refiere, la cosa está clarísima. Como afirma Esther Díaz en “La sexualidad y el poder”, todo empezó con la creación de la mujer. Convertida en un apéndice óseo del varón, Dios se la dio a Adán porque —como se sabe— ‘no es bueno que el hombre esté solo’. Pero, cuando decidió hacerla, ‘Dios estaba cansado’ y Ella no fue esculpida por las manos divinas como su marido. Dios extrajo una costilla de Adán y este fue el comienzo de la ‘producción en serie’.
Esto no impidió que ‘la hija del cansancio pronto empezara a hacer de las suyas’. El posterior episodio de la manzana fue el inicio de las acusaciones y persecuciones a las mujeres. Y aunque Adán también comió la manzana sin poder resistirse a la tentación y el conocimiento, por esas cosas raras ‘de la fe que la razón no entiende’, la más culpable fue ella.
Durante siglos, esta obsesión fue recurrente. Los padres de la iglesia dieron cuenta de este temor reiterando la presunta naturaleza débil y corrompible de las mujeres. El horror al cuerpo femenino y sus atributos sexuales llegó a su máxima expresión en aquellos tempranos tiempos medievales, cuando con la gran cacería de brujas se usó el fuego para purificar y expiarlas del pecado. Para el relato bíblico la historia transcurre entre la lascivia femenina y el descontrol sexual masculino que ‘necesita descargarse’. De allí en más esta ecuación entre provocación y pulsión sexual incontenible llegue hasta nuestros días. El violador podrá aducir que la víctima lo provocó y el agresor saldrá indemne y ella doblemente humillada.
Esta carga histórico cultural tiene sus correlatos modernos. Históricamente en el Vaticano esta metáfora se recrea reafirmando una vez más, ya no lo diabólico metido en el cuerpo de las mujeres, sino el miedo a dejar que ellas (también ellos) gobiernen sus propios cuerpos, exploren sus alcances, experimenten sus deseos; dueñas al fin de un territorio frecuentemente tutelado por otros.
Un caso, y podrían ser muchos otros más, lo demuestran. En la primavera de 1994 el conservador papa Juan Pablo II recibió en el Vaticano a la ginecóloga, feminista y funcionaria Paquistaní de las Naciones Unidas, Nafis Sadik, responsable de la implementación de la V Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo en El Cairo. Receloso de la agenda cuyas referencias exploraban la necesidad de que los gobiernos cautelaran los derechos reproductivos de las mujeres y las parejas, la mayor libertad para el uso de métodos anticonceptivos, píldoras anticonceptivas y preservativos, el papa descalificaba a la ONU alegando que buscaba destruir la familia y la vida. En sintonía con este veredicto Sadik aparecía a sus ojos como un ‘’ángel de la muerte’’.
A sus ojos papales la planificación familiar debía practicarse de acuerdo con las leyes morales, espirituales y naturales. Sadik le recordó que estos métodos no eran confiables en sociedades donde la violencia sexual y la desigualdad marcaban la pauta de las relaciones entre hombres y mujeres. Ella insistió: “...los hombres creen que las relaciones maritales son un derecho propio y las mujeres tienen la obligación de complacerlo... Las mujeres son abandonadas… la violencia en la familia, la violación de hecho es muy frecuente...”
Sadik le habló sobre las cerca de doscientas mil mujeres que mueren cada año por abortos autoinducidos, lo que constituía un serio problema de salud. El Pontífice la interrumpió: ¿“No cree Ud. que el comportamiento irresponsable de los hombres es causado por las mujeres?”, acusación que conmocionó a Sadik.
Lo acontecido hace más de dos décadas, no es parte del pasado sino de un presente perpetuo. La manzana cargada del simbolismo del pecado, sigue recayendo en las contemporáneas y lujuriosas Evas. El miedo a que la sexualidad femenina tuviera vida propia más allá de la procreación sigue atormentando a la Iglesia católica.
La autora es socióloga
Columnas de MA. LOURDES ZABALA C.