El libro de la infamia
La palabra “fama” viene etimológicamente de “decir”, de modo que famoso es una persona de quien “se habla”, generalmente, bien. Es la reputación, el buen nombre, la honra de una persona; una virtud que se hereda de padre/madre en hijo.
El mundo moderno valora la fama de manera diferente a la del pasado. Antiguamente, como nos sugieren algunas parábolas de Jesús, la reputación tenía un gran aprecio y la difamación era considerada un grave delito. A su vez, la infamia, o pérdida de la fama, implicaba una vergüenza para toda la familia. Hoy en día tendríamos muchos menos delitos si se valuara las repercusiones de la infamia en el entorno familiar, como consecuencia de caer en la corrupción o el narcotráfico.
Jorge Luis Borges escribió la “Historia universal de la infamia”, un libro al cual habría que añadir un capítulo boliviano, señalando los nombres de los merecedores de ese epíteto.
Históricamente, la justicia tuvo mucho que ver con la infamia, también en Bolivia. Como nos ha recordado la semana anterior en este mismo espacio Gonzalo Mendieta, el proceso de elección de magistrados, desde sus orígenes, se hizo bajo el signo de la infamia.
Infame fue la actitud de los consultores españoles (miembros de la muchachada populista de Podemos) que vinieron a experimentar, como en los tiempos del más oscuro colonialismo, un sistema de elección de magistrados que no existe en ninguna parte del mundo. En Ecuador se resistieron, pero acá pudieron hacerlo gracias a la colaboración de “felipillos” locales, con ínfulas de juristas galácticos, y de levanta manos de la Asamblea Legislativa quienes, sin reparar en las consecuencias de tal experimento, aplicaron diligentemente la receta de los bien pagados consultores. Y no sólo una vez, sino que reincidieron este año manipulando un proceso genéticamente condenado al fracaso. La crítica a quién y cómo los ponía antes se desmorona ante la forma en la que se los impone hoy.
De tanta infamia sólo podían surgir magistrados sin cuidado de su fama, que no tardaron mucho en demostrar su “calidad profesional” en procesos mal resueltos y por otros 50 que se les siguen. El colmo de sus actuaciones ha sido la reciente sentencia sobre el “derecho humano preferente”, una sentencia tan absurda, según la jurisprudencia nacional e internacional, que uno se pregunta cómo se pudo llegar a semejante aberración de la lógica, las costumbres y la justicia, aun en el contexto ignominioso que acabo de describir.
En este caso, la infamia les llega por herir de muerte a la democracia boliviana, que seguramente a todos ellos no les costó nada, pero a millones de bolivianos sí nos costó recuperarla de mano de militares que hoy, despreocupados de su fama, se regocijan con recibir, cual juguetes, un edificio quitado al imperio y decretos de excepción para seguir gastando sin control y acumulando denuncias de corrupción.
Pero no son los únicos. El cruce de la línea roja entre democracia y dictadura debería cuestionar a la gente decente que ha sido seducida por las máscaras del evismo. Hay exrectores y docentes universitarios que pusieron la infamia de “antiautonomista” sobre los que colaboraron con los cercenadores de la autonomía. Ahora deben elegir entre ser consecuentes con sus principios, como muchos que se distanciaron a tiempo, o entrar en la lista de los infames.
En fin, la fama, la palabra empeñada y el legado a la posteridad no gozan de mucho respeto en nuestro tiempo. Entonces, ¿qué hacer con los infames? Habrá que inscribirlos, para perpetua memoria, en el Libro Nacional de la Infamia, realizar el seguimiento a sus “30 monedas de plata” y mantener alto el repudio social que ni las más oscuras gafas lograrán ocultar.
El autor es abogado
Columnas de FRANCESCO ZARATTI