La corrupción traspasa la ideología
La corrupción es uno de los factores que más corroe la legitimidad de los Gobiernos. Esta verdad de Perogrullo, sin embargo, trata de ser ignorada por todo nuevo inquilino del aparato estatal, autoconvencido de ser inmune a las tentaciones de apropiación del dinero público.
De ahí que los regímenes democráticos más consolidados hayan desarrollado una serie de mecanismos para controlar los casos de corrupción, sin que, hay que ser claros, se la haya podido erradicar de raíz. Uno de ellos es evitar el prorroguismo en el manejo del Estado, pues es la mejor forma para que la corrupción se convierta en un instrumento de gobernanza, como se ha podido y puede constatar en el país. Otro, la independencia de los Órganos del Estado; el caso del Legislativo, para ejercer una eficiente fiscalización, y, en el del Judicial y del Ministerio Público, para evitar la impunidad, que es el otro caldo de cultivo de la corrupción.
Otro mecanismo es contar con normas ágiles y transparentes para la contratación de bienes y servicios por parte del Estado, desterrando procedimientos engorrosos que, más bien, se convierten en fértiles insumos para la corrupción y una buena fiscalización para garantizar la calidad de obras y servicios.
Desde otra perspectiva, no hay mejor espacio para la corrupción que creer que ésta tiene origen de clase, raza, religión u opción ideológica. A guisa de ejemplo, si algo ha corroído o está corroyendo a los Gobiernos adscritos al denominado socialismo del siglo XXI es creer que por algún factor extraordinario sus funcionarios son inmunes a la corrupción. La experiencia de los Gobiernos de Venezuela, Argentina, Brasil y Ecuador es totalmente decidora al respecto. En todos ellos la corrupción —que llega a niveles inconcebibles en los dos primeros— ha sido uno de los principales factores para su deslegitimación y derrota, en Argentina, y encarrilamiento hacia un Estado autoritario en Venezuela.
Se trata de experiencias que bien harían nuestros gobernantes en observar con detenimiento porque se trata de procesos de corrupción extrema, más aún si parecería que aún hay tiempo para evitar que se reproduzcan acá. Para ello, habrá que enfrentar con rigor y dentro del marco de la ley a los autores de presuntos actos de corrupción y no castigar a los mensajeros ni insistir en que el tema de las denuncias emergen de presuntas conspiraciones ideológicas ni, menos, salir en defensa de los denunciados, dentro y fuera del país con ese argumento.
A la corrupción o se la combate o se la acepta…