Huérfilos de hijos, huérfilos de justicia
Huérfilas van quedando varias familias bolivianas producto de las muertes violentísimas de sus hijos. El joven, saludable, con la lozanía que concede la juventud, lleno de proyectos, sale a divertirse, a estudiar, a lo que sea. Y no retorna vivo. Lo han asesinado.
A partir de ese momento, comienza la más terrible pesadilla para los padres. Primero, la incertidumbre de no saber por qué el joven no retorna a casa, seguido de la indiferencia de la Policía al recibir la denuncia de la desaparición. Segundo, recibir la aciaga noticia y todo lo que se viene después, reconocimiento de cadáver, trámites, entierro. Tercero, lo más angustioso, lidiar con la justicia para lograr que se lleve a los criminales a la cárcel.
De las docenas de casos, mencionaré tres. En Santa Cruz, en diciembre del año pasado, un universitario y modelo de pasarela, Luis Fernando Sempértegui, sale a divertirse a una discoteca. Se produce una gresca con otros individuos. Lo golpean entre cuatro; uno de ellos con una manopla que le ocasiona la muerte luego de agonía.
Las cámaras, que esta vez sí funcionan, filman el hecho criminal. Los rostros de los atacantes son reconocibles. La identidad del principal homicida es revelada. Ah, pero para el momento de dar con él, ya se ha dado a la fuga fuera del país. Ante la (increíble) celeridad de la Policía con el caso Carla y Jesús, la familia de Luis Fernando Sempértegui se ha dolido de la inactividad que se muestra con relación al caso de este joven. No se busca, no se atrapa a los homicidas, se lo deja tranquilos, con su vida normal.
El segundo caso es el referido a un adolescente, Javier Canchi. Una pandilla juvenil, actuando en manada, lo cita a un lugar alejado (instigado por los celos asesinos de una quinceañera), lo embosca, lo ata, lo sujeta a un árbol, lo obliga a beber gasolina, lo rocía con el combustible y le prende fuego. Luego, los asesinos se marchan, dejándolo convertido en una antorcha humana. El joven, con fuego desde dentro de las entrañas y con las llamas envolviendo su cuerpo, intenta pedir socorro. Alcanza a identificar a sus verdugos y luego de grave agonía, muere.
La Policía, en esta ocasión, ha atrapado a los asesinos. Son menores de edad y, claro, hay que enviarlos a suaves correccionales, con penas mínimas. Pero, uno de ellos, Gustavo Calla Vargas es mayor de edad y es llevado ante la ley. Sorpresa, no es juzgado por asesinato con alevosía, ventaja y premeditación. Ante la mirada de los expertos en justicia, sólo había cometido “lesiones gravísimas” y es sentenciado a ¡siete años! Esito sería. Cuando los pobres padres de Javier ni se estén reponiendo del dolor de ver calcinado en vida a su hijo, el principal asesino estará de retorno en las calles y los otros también. ¡La justicia tan rehabilitadora!
El tercer caso emblemático es el de Carla Bellot y Jesús Cañisaire, cuyos restos fueron hallados en la bóveda de un río después de 19 días. Tal como en su día fue impactante el caso de la niña Patricia (Odón Mendoza, condenado), la desaparición primero y el hallazgo de los cadáveres después, ha conmocionado a la población.
El ministro de Gobierno, Carlos Romero, en momentos en que las cosas le salían mal al Gobierno, se tomó en serio su labor. Hizo que la Policía atrape a los asesinos, un peligroso clan familiar. El Ministro hasta armó una agresiva puesta en escena para exhibir a uno de ellos, traído de Brasil. Pareciera que los criminales irán a prisión, pero no. Ya la abogada de una pareja de esposos, cómplices, ha señalado que sus clientes “sólo” limpiaron sangre, no sabían, son inocentes, fueron amenazados por sus hermanos y deben ser puestos en libertad. Así, tal vez, uno a uno, ese clan León aduzca incluso que mató en defensa propia y termine saliendo libre. O, sean condenados a penas irrisorias. Añadiré que la abogada en cuestión tiene récord de éxito en liberar a cogoteros.
Huérfilos de hijos, pero también huérfilos de toda justicia. Familias destrozadas, sin el consuelo de ver a los asesinos marchitarse en prisión en correspondencia con lo horrible de sus crímenes.
La autora es docente e investigadora universitaria
Columnas de SONIA CASTRO ESCALANTE