Ante las tumbas aún abiertas
La perplejidad que nos asalta ante la deflagración que agregó cuatro muertes y diez nuevas víctimas a las del sábado anterior en Oruro, refleja cómo encaramos, sin preparación o pista alguna, la brutal irrupción de expresiones de violencia previamente desconocidas en nuestro medio.
La explosión del martes 13 en una vía céntrica, sin advertencia previa, destinada a causar el mayor daño humano posible, de manera indiscriminada, apuntando a población civil, no registra antecedentes de pugnas que permitan hallar una pista, así sea muy tenue, sobre su origen y objetivos. Genera la impresión de haberse maquinado con el propósito de extender el azoro colectivo, detonar el pánico ciego y propiciar un brutal intercambio de acusaciones que nuble el cuadro general.
No encuentro en principio, antes de cumplidas las 48 horas del hecho, un vestigio válido que permita levantar un dedo acusador sobre alguno de los actores que copan hoy la escena política, en una crucial disputa sobre la legalidad y la legitimidad con que el régimen ha digitado a los órganos estatales para obtener una autorización que lo beneficia, contrariando y violentando la Constitución, la ley y la expresa voluntad soberana.
La explosión, aparentemente ajena a la coyuntura, exhibe un sello inconfundiblemente terrorista, es decir que busca víctimas letales, no entre blancos militares, institucionales o representativos de cualquier facción, sino entre un grupo aleatorio de civiles y no encaja con la tradición, los antecedentes y las conductas habituales de ninguna de las fuerzas que protagonizan la confrontación política; sean oficiales, opositoras, críticas o disidentes.
En realidad, este tipo de acciones han estado prácticamente ausentes no sólo en Bolivia, sino en el Cono Sur y el continente sudamericano.
La excepción más clara son los atentados masivos ejecutados por los carteles de la cocaína en Colombia, cuando intentaban disuadir de que adopte la extradición de sus jefes; o la fase de ofensiva de Sendero en Perú. Pero aquí no se presentan ni las condiciones, ni los sujetos de aquellas situaciones.
La acción de sectas que desarrollan guerras étnicas o religiosas, nos resulta intrínsecamente ajena ya que contamos con toda la fuerza de la sociedad para erradicar cualquier intento o simulacro que apunte en esa dirección.
La comparación que ha tratado de hacerse con actos de abuso de la fuerza y capacidad de fuego de las fuerzas de seguridad, ocurridos en los últimos años, es completamente forzada y solo sirve al coro de intercambio de insultos e insidias, entre los reductos más paranoicos y canallescos, tanto de los resabios más impresentables del régimen caído en 2003, como de la pandilla paraestatal que acompaña y apuntala la línea más dura e intemperante del régimen. Las esperanzas que pudiesen tener unos y otros de que estos hechos desalentarán la protesta social, o la harán explotar incontrolada, son simplemente huecas y nacidas de la ignorancia y la subjetividad más extraviada.
Para salir de la vía muerta que supone atrincherarse en el fuego cruzado de acusaciones y sospechas, y poder así honrar el inconfundible mandato social que reclama una pesquisa profunda, veloz y completa para identificar, juzgar y penalizar a los sicarios y a quienes los movilizaron, para descartar o ratificar la vinculación entre la explosión del sábado 10 y la del martes, se debe adoptar como paso inicial, un acuerdo , entre todas las formaciones políticas, las organizaciones sociales, los colectivos y plataformas ciudadanas, el Estados en su conjunto, los medios de difusión masiva, de no alimentar la circulación de rumores y acusaciones caprichosas e infundadas.
El flujo viscoso de insinuaciones y acusaciones, es la mejor ayuda que pueden recibir los asesinos, sus patrocinadores, financiadores e inspiradores para salirse con la suya, esconder sus huellas y perderse bajo un manto de impunidad.
La falta de capacidad de la Policía para enfrentar satisfactoriamente la investigación de un hecho, amparado en el silencio y el anonimato más cobarde e insidioso, se refleja en su primer informe que pretende identificar y cuantificar los explosivos utilizados (dinamita + el fertilizante nitrato de amonio mezclado con diésel, eso significa ANFO, que es utilizado en minería y demolición de estructuras), sin atinar a señalar hipótesis básicas sobre si el artefacto estaba abandonado en la calle, debajo o dentro de un coche, en el vestíbulo de una de las casas vecinas, en un alcantarilla, si fue detonado a distancia, electrónicamente, con una mecha, o cualquier otro detalle que saben detectar ojos profesionales. Estas carencias tendrían que inducir a solicitar respaldo de países hermanos que cuentan con más experiencia y medios en este campo.
Los medios masivos de difusión tampoco están desplegando concienzudamente sus capacidades y han estado actuando como simples y vacías cajas de eco, porque ninguno ha abordado la sencilla tarea de averiguar si alguna de las casas o construcciones del sitio son sede de empresas, instituciones estatales, oficinas privadas sometidas a algún tipo de acoso o pugna, o, al todavía más simple ejercicio de levantar un exhaustivo reportaje gráfico del sitio y sus inmediaciones.
Estas simples acciones de parte de todos los actores, junto a un estímulo constante a la más activa participación social, son indispensables para acompañar la firme decisión colectiva de no dejarse engañar, intimidar, ni cejar hasta que se conozca la verdad.
Columnas de RÓGER CORTEZ HURTADO