Pedagogía de la deslealtad
En su libro Lecciones de los maestros, George Steiner escribe sobre varias relaciones entre discípulos y educadores. A través de sus páginas, signadas por el encanto que suele distinguir la prosa del autor, nos encontramos con diferentes parejas; algunas son literarias, pero hay también filosóficas. Un caso que resulta llamativo es el de Martin Heidegger. Sucede que, en principio, fue alumno de Edmund Husserl; es más, sin su fenomenología, Sein und Zeit, la obra más conocida que escribió, jamás habría sido elaborada. No es casual que la primera edición estuviese dedicada a su entonces entrañable profesor. Sin embargo, con el paso del tiempo, su distanciamiento de las enseñanzas que había recibido sería cada vez mayor. No sólo hubo desapego intelectual, sino asimismo desamparo. Por enésima vez, la historia demostraría que los hombres no son siempre animales agradecidos.
Aconteció que, cuando ejercía el rectorado en la Universidad de Friburgo, donde había llegado a ser docente gracias al maestro, se atacó al profesorado judío. Eran tiempos marcados por la pesadilla nazi. Hitler había logrado el poder; en consecuencia, sus desvaríos y fobias se materializaban con toda rigurosidad. Heidegger, enemigo de la modernidad, se sumó a tal proyecto ideológico que, desde sus inicios, era digno del insulto. Así, aceptó ese cargo académico, por lo que debía cumplir con los dictados del partido. En esas circunstancias, como pasó con muchos docentes, su antiguo amigo fue aislado, privándosele del acceso a la biblioteca institucional, por lo cual no dudó en sentirse traicionado. El otrora brillante alumno ni siquiera asistió al entierro de quien lo había estimado bastante en sus años estudiantiles.
Si bien, aun cuando Ernst Nolte y otros biógrafos se esfuercen por moderarla, esa deslealtad de Heidegger no admite discusión en el plano cívico o político, quizá sea la única condenable. Ocurre que, antes de la llegada del nazismo al poder, ya se había producido una perfidia o, mejor aún, un cuestionamiento profundo al maestro. Sus ideas habían dejado de ser esclarecedoras. Lo criticó de manera creciente, pudiendo concluirse que, para él, los conceptos usados por Husserl merecían una reconsideración. Con todo, respecto a las reflexiones, existe aquí un gran trabajo del profesor. Es que, si, como educadores, aspiramos a forjar mentes autónomas, la mejor prueba de aquello es tener un discipulado contestatario. Es verdad que no se puede partir de la nada, despreciando del todo los conocimientos anteriores, incluyendo aquéllos facilitados por nuestros docentes. Negarlo sería un disparate. Pero, una vez entendidos esos fundamentos, puede asumirse una misión más grande, esto es, su revisión.
Por supuesto, no basta con advertir la multiplicación de alumnos insumisos para proclamar el espléndido nivel del educador. No hay mérito en el fomento de actitudes que, por caprichos, se rehúsan a examinar, evaluar y, si cabe, desestimar las enseñanzas impartidas por cualquier profesor. Lo que se busca es una crítica tan ilustrada cuanto contundente. De este modo, pueden remirarse conceptos que parecían indiscutibles, procurando su complementación o, en determinadas circunstancias, la rectificación. Conseguir que se asuma esta labor es la evidencia de un ejemplar ejercicio del magisterio. Fue lo que, respecto a las objeciones aristotélicas, también pudo haber sentido Platón. No es una tarea de menor envergadura; empero, si fuera exitoso, el proceso educativo debería conseguirlo.
El autor es escritor, filósofo y abogado,
Columnas de ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA