La discriminación, arma para la propaganda
Entre los pocos temas ante los que la mayoría de los bolivianos tenemos más coincidencias que discrepancias —aunque a veces no lo parezca— está el relativo a la necesidad de construir una sociedad más inclusiva, menos traumada por resentimientos arrastrados del pasado, menos herida por cualquier tipo de discriminación.
Por eso, cuando en octubre de 2010 se promulgó la Ley 045 contra el Racismo y toda forma de Discriminación, esa norma fue relativamente bien acogida a pesar de los extremos a los que por esos tiempos había llegado la polarización política e ideológica en nuestro país. Y aunque desde un principio se advirtió el riesgo de que sus buenas intenciones resultaran desvirtuadas por quienes vieron en ella un instrumento más al servicio del abuso de poder y, a pesar de la forma grosera como tan delicado asunto fue banalizado, los cuestionamientos sobre esos riesgos nunca llegaron a poner en duda la validez de su espíritu.
A pesar de ello, la Ley 045 nunca llegó a ser tomada con suficiente seriedad. Y no lo fue porque la difícil tarea de su aplicación fue puesta en manos de personas que muy fácilmente cayeron en la tentación de degradarla a la condición de un instrumento al servicio de sus fanatismos y de sus propios resentimientos.
En tales circunstancias, la vigencia de la Ley 045, y la existencia de todo un viceministerio con su ampulosa burocracia, nunca pasó de tener un efecto más simbólico que práctico. Al menos hasta hace pocos meses, cuando el problema del racismo volvió a ser introducido en el centro del escenario político nacional, de la agenda mediática y de la artillería propagandística gubernamental como si de un grave asunto pendiente se tratara.
No es difícil identificar el origen y los motivos de ese afán. Basta hacer un somero análisis de contenido de los más recientes discursos presidenciales y sobre todo vicepresidenciales para hallar las huellas de un esfuerzo sistemático y sostenido para dar un cariz de odio racial a cualquier manifestación de discrepancia con el “proceso de cambio” y sus conductores.
Y es igualmente fácil constatar que nada se presta más eficientemente a ese propósito que la conducta de algunos sectores de la población cuyos complejos de inferioridad se manifiestan, precisamente, a través las expresiones de odio y desprecio hacia su prójimo.
No es casual por todo eso la extraordinaria repercusión que en pocas horas alcanzó el famoso video protagonizado por una mujer discriminadora y su víctima. Y menos aún el entusiasmo con que desde las más altas esferas gubernamentales se lo abordó como si de un vital asunto de Estado se tratara.