Sorpresa de abril
Fue una conversación agradable y fortuita con un extraño. Un librero. El librero me habló franco y directo sobre sus problemas: “otra reelección de Evo y cerramos” –dijo–. Por supuesto, ante un comentario como ese y sabiendo muy bien en qué país vivo, en primera instancia reaccioné con prudencia. Sin embargo, aquello duró poco, uno o dos segundos como mucho. El hombre no traslucía odio, prejuicios, resentimiento u otro sentimiento parecido en sus palabras…
¿Cómo es eso?, ¿por qué? –pregunté–. –Antes venían siquiera uno o dos ministros, algún diputado u otros funcionarios públicos de alto rango a comprarme los fines de semana, pero todo eso acabó con la ascensión de Evo al gobierno. En cambio, prosperan otros rubros del comercio: quintas-restaurantes, locales bailables sabatinos y dominicales funcionando desde medio mañana hasta que no ardan las velas… En fin, ahora los funcionarios públicos consumen esas cosas, pero no libros… –concluyó con lacónica amargura–.
La historia me alegró, pero no como al típico y vulgar opositor que aprovecha el árbol caído para la leña. No, nada de eso. Me alegró en mi sentido cientificista de lo social. De pronto se había revelado ante mí un claro indicador del cambio social durante los últimos años. Y, a la par, de ratificación sobre la importancia económica del Estado. Me explico: Por un lado, los lamentos de librero muestran cómo no un grupo social, sino una cultura (con luces y sombras), es lo que ha sido barrido o desplazado, de sus posiciones controlando el aparato público…
Adivino: más de uno se estará preguntando, ¿no sería el librero un k´ara expresando su rencor con buenos modales y yo su interlocutor válido? Pues ni lo uno ni lo otro. Al menos no juzgando las variables externa: estilos de vestir, rasgos fenotípicos, ademanes, etc. Al parecer, lo único claro respecto a la identidad cultural del librero, implicaba su clara raigambre citadina. No importa. Cada vez estoy más seguro, y los datos que lo evidencian devienen superabundantes: en nuestro país, los rasgos fenotípicos resultan en extremo engañosos, tanto antes como ahora, pretendiendo inferir desde ellos la identidad cultural de x o z individuo.
Y bien, es lógico, acá el Estado sigue proporcionando casi todo el billete que circula en los mercados… Pero vamos hombre, no es tan dramático, sea fuerte, ¡resista!… –respondí, agregando tras una breve pausa de mutuo silencio: –sí llevo los tres libros, ¿me hace algún descuento? No puedo, las tarifas son fijas –contestó él–. Bueno, comprendo, los llevaré a los tres de todas formas, espere un momento voy al banco por el dinero, con lo que traigo no alcanza –le dije yo–.
¿El material a la venta de la librería, era de carácter eurocéntrico, excluyente, discriminatorio o trivial? Precisamente, esa fue la pregunta que me hice mientras iba por la plata. Nuevamente, la respuesta es no. Al contrario, su oferta contenía exquisitas expresiones del arte y el conocimiento universales (contaminados de griego, como podría decir Borges).
Sí, no había libros en lenguas indígenas ni ancianos para leer las arrugas de sus rostros en aquella librería, o si los había yo no los vi. ¿Pero eso acaso es malamente importante? ¿Acaso no tenemos nada que aprender de la cultura occidental? ¿Acaso el mundo comienza y concluye a través de un ensayo del vice, de la prosa del preámbulo de nuestra Constitución Política Plurinacional, o de las hazañas de Evo?
El autor es economista.
llamadecristal@hotmail.com
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