Una anécdota impropia
De ser una actividad marginal, prácticamente proscrita, la corrupción ha pasado a ser una de las protagonistas de las primeras páginas de los diarios, no sólo en Bolivia sino en gran parte del mundo.
El caso Odebrecht, que ya ha enviado a la cárcel a varios poderosos y ha determinado renuncias de jefes de Estado es, precisamente por eso, el más emblemático de todos, por lo menos hasta que aparezca uno que lo sobrepase.
Hasta el momento, el escándalo de sobornos ha alcanzado a 12 países —Angola, Argentina, Colombia, Ecuador, Estados Unidos, Guatemala, México, Mozambique, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela— y, hasta antes de activarse el conflicto por el megacampo Incahuasi, había llegado a Bolivia por lo menos bajo la forma de sospechas. La oposición había advertido de indicios de irregularidades en ciertos proyectos camineros y el oficialismo desestimaba la posibilidad de una investigación imparcial.
Desde que la corrupción fue considerada un mal endémico de nuestras sociedades, los gobiernos de muchos países iniciaron medidas para contenerlo. La magnitud del caso Odebrecht demuestra que es poco lo que se ha avanzado al respecto.
Y es que, a la hora de las evaluaciones, el problema es que la corrupción ya no se encuentra simplemente a nivel de los gobernantes sino que ha descendido a las universidades, a los colegios, a las escuelas… en otras palabras, ha llegado a las bases de nuestras sociedades.
Así, y únicamente así, se puede entender que ocurran no sólo hechos como los del escándalo Odebrecht sino que también se haga una costumbre que los gobiernos encubran los actos de corrupción en lugar de investigarlos y castigarlos. Una prueba de ello es la adjudicación directa de la inauguración de los Juegos Suramericanos a un exministro del actual régimen por aproximadamente 11 millones de bolivianos, un monto muy por encima del establecido para convocar a licitaciones.
En el caso de Bolivia, todo demuestra que debimos hacer caso de las advertencias lanzadas tímidamente cuando se decía que la mala costumbre de pagar sobornos a los maestros para que estos aprueben o suban la calificación a los estudiantes era la semilla de la corrupción. Y esto llegó a tal extremo que ahora es el propio Presidente del Estado quien confiesa de manera anecdótica que, cuando él era un niño, ascendió de curso al octavo año de la escuela porque su padre pagó/reconoció al maestro con una oveja a cambio de ese “favor”.
No se trata de una anécdota digna de contarse, así sea con el propósito de conseguir las carcajadas de una audiencia. Mucho menos si quien la relata es el mismísimo primer mandatario del país.