2003, revisited
La sentencia del juez Cohn, que libera de culpa a Gonzalo Sánchez de Lozada en el juicio que se le ha seguido en una ciudad de La Florida en los Estados Unidos, no puede sino llevarnos a recordar con sensatez y sentido común los tristes sucesos de aquellos días.
Es importante recordar no sólo el hartazgo que supuestamente tenía la población hacia la llamada democracia pactada, sino cómo paso a paso se fue creando una urdimbre para crear ese descontento.
Tenemos que partir por lo siguiente: de tratarse de emociones racionales, es difícil que los pueblos altiplánicos hubieran tenido que sentirse molestos con Gonzalo Sánchez de Lozada, bajo cuyo primer gobierno se dictó la nunca bien ponderada Ley de Participación Popular, que más que cualquier Constitución, previa o posterior, cambió para bien, y no retóricamente, la vida de las mayorías campesinas bolivianas.
Cuando en septiembre de 2003 comenzaron las acciones antigubernamentales, con bloqueos y con una suerte de secuestros masivos, (eso es lo que es un bloqueo muchas veces), como lo que sucedió en Sorata, al otro lado de Warisata, quienes se rebelaron no podían estar molestos con el gobierno central porque se les hubiera quitado privilegios, derechos o potenciales beneficios.
Podían estar molestos porque la situación económica no había mejorado sustancialmente, porque el crecimiento era nimio, porque tenían derecho a aspirar a una vida mejor, pero la rebelión se armó en base al pedido inaceptable de liberar a una autoridad que había participado de un linchamiento cometido dentro de la llamada justicia comunitaria. Y continuó siendo alimentada con una serie de falacias que enredaban el negocio del gas con las fobias inveteradas del país hacia Chile.
De hecho, las falacias habían comenzado mucho antes, durante el bloqueo armado por Felipe Quispe en el 2000. En ese período, ciertos agentes políticos se ocuparon de desinformar a la población rural respecto a los alcances de las políticas de privatizaciones. La gente alrededor del Lago Titicaca estaba convencida de que hasta éste sería privatizado, que no les dejarían entrar al mismo ni para sacar un pececillo y que las escuelas serían privatizadas y solo habría educación para los ricos.
La violencia que tuvo lugar esos días, primero en Warisata, luego en Ventilla y finalmente a lo largo de la tristemente famosa caravana de los combustibles, es posible que hubiera podido ser evitada, ya sea con un mayor estoicismo de parte del gobierno, o con una mejor dirección de conflictos, pero no fue bajo ningún punto de vista, un acto de uso de violencia unilateral, los manifestantes no eran pacíficos, más allá de usar en algunos casos solo armas caseras, y en otras armas anticuadas.
El trágico final de la niña Marleni, solo puede estremecer, pero fue producto de lo que se puede llamar una bala perdida, (aunque bien sabemos que las balas no se pierden, sino se disparan), pero difícilmente se puede culpar al Presidente de la República de entonces de ese hecho, como no creo que se pueda culpar hoy en día a Evo Morales de la muerte del joven universitario de la UPEA.
Es cierto que los hechos ocurridos en el 2003 deberían ser investigados y los responsables juzgados, pero en ese proceso tienen que entrar todos los actores, los instigadores a la violencia, empezando por los “inocentes” manifestantes que utilizaron dinamita en sus marchas, y que causaron muertes que enardecieron a la gente, pasando por los bloqueadores que secuestraron a todo un país, y cuyo fin era sin lugar dudas, lograr la caída del Presidente Constitucional del país, y por quienes desinformaron hasta el delirio respecto a las intenciones del gobierno de vender el gas al “archienemigo”.
La justicia boliviana no está en condiciones de hacer un juicio justo a Sánchez de Lozada, y a los demás protagonistas de esa esas trágicas jornadas, tenemos un aparato judicial inepto y contaminado por lo peor que puede albergar el ser humano.
No deja de parecerme absolutamente válido el dictamen del juez que atendió este sui géneris juicio civil contra un expresidente de Bolivia.
El autor es operador de turismo.
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ