Infamia redonda
En la declaración de prensa, acartonada y tensa, de 1 de junio, donde el Gobierno difundió su última verdad, hipótesis o versión sobre el homicidio del estudiante Jonathan Quispe, el ministro del ramo exhibió menos incomodidad que sus acompañantes, demostrando que su dilatada carrera en la cúpula del régimen ha reforzado sus aptitudes de operador, capaz de aventajar a otros más encumbrados incluso, como el vice, ya que al ministro no se le han escapado explicaciones matemáticas o consignas cósmicas determinadas por causas políticas o electorales.
Claro que el ministro de Gobierno estaba obligado, por sus propias palabras o sentencias, a aparentar la mayor objetividad, porque así lo comprometió desde la primera vez en que espetó rotundamente la certeza de su despacho, “respaldada por evidencia tan irrefutable”, que le permitiría perseguir judicialmente a quien lo contradiga, de que el universitario murió a manos de otro estudiante, quien le disparó una pequeña esfera de cristal impulsada por la formidable detonación de un petardo.
Ante lo insostenible de la afirmación, en los siguientes días un jefe policial presentó la segunda versión de fuente oficial, por la que el universitario habría sido asesinado en un domicilio donde se refugió y al que ingresó “saltando”, en ostensible muestra de vitalidad. Aunque en esta ocasión se ofrecieron videos de supuesto respaldo, la “hipótesis” espesó la incredulidad y la indignación de El Alto, como rechazo a lo que se percibió como burla o manipulación gubernamental.
Así, el ministro siente que necesita a intervenir y rectificar, flanqueado y respaldado por el Fiscal y sus subordindos, para establecer –esta vez– la verdadera verdad sobre la asesina y cristalina bala/bola de 13 mms de diámetro, que habría sido disparada por un subteniente, rompiendo por su cuenta y riesgo el mando vertical, contrariando las órdenes escritas, exhibidas ante las cámaras televisivas por el ministro, que prohibían el uso de armas (y municiones) letales. Insiste en que las mortíferas esferitas serían los proyectiles de moda entre universitarios rebeldes, pero olvida que desde el año 2012 son manifestantes los que caen por tales impactos, cuando se enfrentan a la Policía (en Colomi donde muere uno y en 2018 otros dos heridos en La Paz). Explica que su primera verdad, o versión, era una hipótesis mentirosa, a la que habría sido inducido, sin aclarar quién lo llevó a error, ni qué hizo o hará para corregir semejante engaño.
La declaración de prensa apenas había concluído, cuando tres jefes policiales, no identificados, buscaron contacto con periodistas para expresar “que la escopeta que usó el subteniente acusado le fue entregada ya cargada (con el cartucho de canicas) en la UTOP de El Alto” , según declaraciones reproducidas en “Página Siete” el 2 de junio, donde otro jefe complementa: “Siempre tiene que haber una orden superior. No hay pruebas de que el subteniente haya modificado algún cartucho impulsor, el arma y la munición la recogen del furrielato”.
Ninguno de esos oficiales desmiente la existencia de cartuchos oficiales cargados con canicas; todos están seguros que el subteniente actuó bajo órdenes y desde las bases policiales se extiende el malestar por lo que entienden como una injusticia redonda.
Queda la compacta sensación de que las afirmaciones del ministro y sus garantes están divorciadas de la verdad en cuanto a quien usa armas cargadas sobre la forma y método empleados para presentar y demostrar “hipótesis” y versiones oficiales.
El ministro ha fracasado en su misión de tranquilizar al bastión electoral urbano del régimen, ha enardecido a la Policía, de modo que si no renuncia, corre gran riesgo de alimentar el malestar que estimula a cada paso el régimen que atropella la democracia, burla al soberano, monta sus afirmaciones sobre canicas y otras esferas más grandes (con el diámetro de un palacio-monumento a la vanidad y la obsecuencia) bajo la expectativa de que pueda esconderse detrás del fumoso nombre de casa del pueblo.
El autor es investigador y director del Instituto Alternativo.
Columnas de RÓGER CORTEZ HURTADO