Memorias de un viaje
Las ruinas de lo que una vez fue un palacio se yergue en una suave ladera de Cabo Haitiano, al norte de Haití. Es el Palacio de Sans Souci, que quiere decir “sin preocupación”. Refieren que era la más hermosa y espectacular construcción de la América. Estaba inspirada en el Palacio de Versalles. Lujo, derroche, espejos, cristalería, todo lo suntuoso que pudiera imaginarse para la época, para disfrute del autocoronado rey Henri I. Cuando tuve la ocasión de visitar el lugar, lo que quedaban eran las ruinas, pero no tan ruinosas que no dejaran adivinar su antiguo esplendor.
En un país devastado por largas dictaduras dinásticas, un terremoto cataclísmico, una pobreza agobiante, resulta sorprendente hallar una historia como salida de las Mil y Una Noches. Ese rey, Henri Christophe, empezó como una de las más prominentes figuras de la revolución de esclavos en las luchas independentistas. Luchador, carismático, esforzado, este líder se estableció al norte del país y ahí construyó, aparte del majestuoso palacio, una fortaleza militar, la más grande habida en América, conocida como la Citadelle, con murallones impresionantes que se elevan en lo alto de una empinada colina y con cañones apuntando al mar, para defenderse de una esperada invasión francesa.
Para sus megaconstrucciones, el rey Henri I no dudó en emplear cuantiosos recursos económicos, además de miles y miles de obreros, muchos de los cuales perdieron la vida en accidentes y por enfermedades. El palacio seguía demandando más y más recursos. La vajilla, los banquetes, los trajes del rey y la corte. El personal, la guardia, esto y lo otro. El rey se iba enloqueciendo, mientras los recién liberados esclavos seguían en la más terrible y abyecta miseria.
En ese tiempo, Haití estaba dividida en dos. Al norte, esa corte de estilo europeo, viviendo a lo europeo y al sud, la república, liderada por Jean-Pierre Boyer. Estos antiguos amigos y ahora rivales se enfrentaron. Boyer cargó contra el autoproclamado rey. Producido el choque, salió perdedor Henri I, quien se pegó un tiro, suicidándose. Dicen que en alguna parte de la Citadelle, está sepultado su cadáver.
Lo que siguió después fue horroroso. Su hijo, el “príncipe”, fue cosido a punta de bayonetas que se ensañaron con él. Después, el bello palacio fue saqueado y lo que no pudo ser saqueado, fue destruido. Rompieron el gigantesco espejo que había al pie de la escalinata, hicieron trizas los candelabros, rasgaron los cortinajes. Algunos se llevaban piezas de vajilla, otros se afanaban por los alimentos almacenados en alacenas (cosa curiosa, la temperatura es más baja en lo que queda de ellas), otros se hacían de los ropajes. Solo quedaba ya la edificación. Boyer, en mala hora, tuvo la nefasta idea de incendiarla. Luego, para colmo de males, un terremoto terminó de arruinar el portentoso palacio. Quedan las paredes y en algunas parte, el techo. Se puede transitar por los pasadizos. Y eso es lo que queda de ese lunático rey. El lugar ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad.
Al momento de rememorar ese viaje, por alguna razón, mi mente hace conexión con la Casa Grande del Pueblo. Excéntrica, grandiosa, mamarracha, todo un insulto para la proverbial pobreza de nuestro país. El entronizado y cada vez más divinizado Evo Morales (en realidad, presidente constitucional de un Estado laico) considera que “merece” ese edificio fálico. Sus adláteres también consideran que se lo “merece”. Henri I, antiguo esclavo, también pensaba que se merecía semejante ostentación de vida palaciega.
Ni idea de qué podrá pasar en el futuro, de si efectivamente Evo pasará el resto de sus días plácida y confortablemente en “su” edificación. De todos modos, algo sí es seguro: de aquí a 100 años, muy difícil, casi imposible, que semejante brutalismo sea declarado Patrimonio de la Humanidad. Henri I tuvo maravilloso buen gusto. De haber quedado en pie su palacio, nos dejaría boquiabiertos y generaría miles de turistas en Haití. No veo que ese mamotreto, Casa Grande del Pueblo, vaya a generar turismo para nuestros nietos. Ni eso.
La autora es comunicadora social
Columnas de SONIA CASTRO ESCALANTE