Nicaragua: Nuestro hijo de perra
Hace unos días, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, un instrumento de la OEA para la defensa de los derechos humanos en toda América, emitió un informe en el que se denuncian graves violaciones a los derechos humanos en el marco de las protestas sociales en Nicaragua. La Comisión informa que el Estado de Nicaragua, como respuesta a las manifestaciones populares, violó los derechos a la vida, integridad personal, salud, libertad personal, reunión, libertad de expresión y acceso a la justicia de los ciudadanos, generando un clima de violencia social que induce actitudes violentas entre los manifestantes; el informe hace un llamado al cese inmediato de la represión, la investigación de los hechos de violencia estatal y la continuación de la negociación pacífica.
Cuando este informe fue presentado en el Consejo Permanente de la OEA, fue rechazado por dos países, además de Nicaragua: Venezuela y Bolivia, que vieron falta de objetividad y conclusiones apresuradas en el informe. El informe fue elaborado por el personal de expertos de la CIDH que visitó el país a solicitud del mismo gobierno de Nicaragua y que entrevistó a representantes del gobierno, de la sociedad civil y a víctimas y testigos de los hechos de violencia en el país para recabar la información necesaria para la elaboración del informe.
El rechazo de Bolivia al informe es ciertamente preocupante (del gobierno de Venezuela no sorprende ya nada). Más allá de la poco convincente “falta de objetividad”, la explicación más lógica para este rechazo es la cercanía política de los gobiernos de Daniel Ortega y Evo Morales. Si el rechazo a un informe que condena la violación de los derechos humanos se debe solamente a la afinidad política, el gobierno boliviano replica la vergonzosa posición que tenían los Estados Unidos en relación a un sátrapa anterior en la misma Nicaragua, Anastasio Somoza: “puede que sea un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra”.
Este pragmatismo extremo denota una inversión de valores en que la alianza política y la lógica del poder están por encima inclusive de los valores fundamentales de respeto a la vida y la dignidad humanas. El maniqueísmo de la guerra fría se reproduce de manera absurda en la América Latina del Siglo XXI, convirtiendo las diferencias ideológicas en barreras infranqueables que no sólo entienden el mundo de manera diferente, sino que “crean” realidades paralelas. Los titulares de la posverdad creen que basta enunciar las cosas de otra manera para que la realidad cambie. Pero la violencia, y sus 212 muertos, siguen ahí.
Además, al menoscabar el informe de la CIDH, el gobierno de Bolivia erosiona el internacionalismo que no solo debería ser la base de su política internacional, según la vocación pacifista de su Constitución, sino que debilita su misma demanda ante otro organismo internacional para obligar a Chile a negociar una salida al mar. Reconocer el orden internacional implica aceptar sus mecanismos multilaterales de seguimiento y justicia aún cuando los resultados que generan no sean de nuestro agrado.
El accionar del gobierno boliviano en relación a la violación estatal de los derechos humanos en Nicaragua deja mucho que desear. Reproduce el mismo vicio fundamental que ha llevado a una situación de crisis total al sistema judicial boliviano: asumir que la justicia es un instrumento de la política. Afecta la imagen internacional del país y debilita su reivindicación marítima (y cualquier otra) frente a organismos internacionales. Y desvirtúa valores que la sociedad boliviana reconoce y defiende: el respeto a la vida, a la libertad y a la crítica hacia el poder. Es necesario que el gobierno nacional rectifique estas actitudes o que al menos tenga en cuenta, con toda claridad, que las toma en contra de la voluntad de sus ciudadanos.
El autor es sociólogo
Columnas de DANIEL E. MORENO MORALES