Festival de Yulin: espejo del antropocentrismo
Cuanto más trato de comprender a mi especie, la humana, más me complico. Me asusta la naturalidad de la frase “le patearon como a un perro” o “le mataron como a un perro”, que describe una agresión o una muerte desastrosa. No es “un decir”, es violencia simbólica del lenguaje cotidiano que naturaliza la crueldad contra los animales.
La semana pasada en plena plaza de armas de Cochabamba, el sector avicultor protestó por el incremento del precio de la soya, lanzando pollos vivos desde un camión sobre una muchedumbre que disputó a jalones cada ave, dañando sus patas y alas, sin compasión.
Recordemos también que los tres adolescentes que descuartizaron en vida a un gato y a una paloma y grabaron su crimen, fueron liberados. De nada sirvió que los profesionales psicólogos alerten en los medios de comunicación, que el biocidio agravado por abuso y crueldad, es un rasgo sádico del perfil psicópata del potencial asesino en serie.
Los activistas se manifiestan pero la sociedad no reacciona. No conmueve el sufrimiento de los animales porque la educación antropocéntrica, aún se basa en la doctrina que reafirma la superioridad especista del individuo al que además llama “hombre” y le define como el centro de la creación y la “medida de todas las cosas”. Esto, obviamente induce a entender “humano” en su acepción más simple: sustantivo para nombrar al superior de todas las especies vivas.
Pocos toman en cuenta la acepción trascendente de “humano” como adjetivo del sujeto poseedor de la cualidad sentipensante, consciente y responsable del cuidado del ecosistema y de la biodiversidad.
Es así que, los animales son carne y los árboles son madera, entre otros “recursos”. El extractivismo, el mercantilismo y el capitalismo viven de la explotación con la complicidad del consumismo acrítico. Toda esa estructura de poderío económico, se nutre de la mezquindad antropocéntrica de una sociedad que cierra los ojos ante la crueldad de los criaderos de animales de raza, de los mataderos e industrias cárnicas, del dolor extremo por la extracción en vida, de la piel de nutrias, zorros y plumas de aves, del corte de colmillos de elefante, etc.
Y hay más. El “Festival de Yulin” en China, que durante diez días del mes de julio de cada año, fomenta la muerte de miles de perros con torturas inimaginables. Dicen que a mayor estrés, desesperación y dolor de las víctimas, su carne es más sabrosa. Así, a título de cultura, hay un sinfín de prácticas aterradoras contra diversas especies en el mundo entero: el “Toro Embolao”, el “Toro de la Vega”, la pelea de perros, la riña de gallos, etc. Son ritos horrorizantes para el disfrute visceral; una suerte de concupiscencia morbosa del “ser racional”. Todo se justifica en la necesidad humana, sea alimentaria, de vestimenta, cultura o diversión.
Según el filósofo italiano Antonio Gramsci en su libro “La Formación de los Intelectuales”; no hay actividad humana de la que se pueda excluir la intervención intelectual. Entonces, ¿Es nuestra razón selectiva por conveniencia? ¿Somos conscientemente nocivos?
Lo cierto es que el antropocentrismo, además de mezquino y cruel, es ciego. Se niega a reconocer que entre las miles formas de vida, todas indispensables para el equilibrio ambiental y para la existencia del y en el planeta, el humano es sólo una especie más. Por eso le otorga privilegios depredadores conducentes a su autodestrucción. Mata toda especie viva, mata al ser que adula.
La autora es politóloga y docente universitaria.
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