Monos de madera en la Zona Escarlata
Quien no ha visitado el Chapare en los últimos dos años, seguramente, quedará sorprendido al observar la frenética actividad de maquinaria y trabajadores que construyen la doble vía Cochabamba-Montero, a lo largo de unos 200 kms. que se extienden entre esa región y Portachuelo en Santa Cruz. Estas obras se imbrican con las muy postergadas, y hoy en curso, tareas que se ejecutan para resolver el antiguo problema del Sillar.
Sinohydro –hoy la más importante y omnipresente de las empresas chinas en Bolivia– ejecutora de los trabajos, exhibe su presencia a todo lo largo y, a un costado del camino, un enorme solar donde interminables columnas de volquetas y otras máquinas se alinean en formidable despliegue.
Los trabajos viales aceleran y multiplican la de por sí bullente actividad humana que se observa alrededor de la carretera, con tal intensidad y constancia que, vista desde el cielo por las noches, preanuncia que la mancha urbana de la ciudad de Santa Cruz puede llegar a extenderse hasta esta región.
En esta región cocalera, el Gobierno ha concentrado de una manera tan portentosa la inversión pública, que es difícil moverse sin toparse con las inmensas obras que rinden homenaje al principal bastión social sobre el que se sustenta al régimen. Ahí está el aeropuerto internacional de Chimoré, más allá la planta de urea y amoníaco de Bulo Bulo, al medio, el enorme mercado de Shinahota, más allá la planta que tras azarosa existencia produce papel y, así, varias otras.
Apenas saliendo de Villa Tunari, se ve dibujarse entre los árboles –con la apariencia de una nave futurista– el estadio con capacidad para 25.000 espectadores, construido para los Juegos Suramericanos, muy cerca de la planta de Papelbol, que está a la vera del camino de penetración hacia el Tipnis.
Pero en cuanto se abandona la autopista y uno se interna por las maltrechas calles de Eterazama, que circundan un infecto canal y que pueden destrozar cualquier carro por la aspereza del ripio, se ratifica que el enorme y costoso cascarón de construcciones enormes y caras, las obras con sus gigantescos e infaltables carteles de propaganda, o el bullir comercial, dejan casi intactas las fibras y causas del atraso.
En la conversación cotidiana sale inmediatamente a relucir que la antes llamada zona roja del tráfico de cocaína, bien merece un ascenso cromático y llamarse ahora zona escarlata, por la multiplicación febril de las señales propias del ensanchamiento y proliferación del tráfico de cocaína, precisamente en la región arrebatada a la autonomía (real, no formal) de pueblos indígenas y en los ríos que allá discurren.
Allá campea la pesca ilegal a gran escala, según testimonio de quien conoce y se interna frecuentemente en esas aguas, igual que la presencia de embarcaciones y huellas químicas que deja la transformación de la coca, ya no en pasta base, cual solía ser la regla, sino en clorhidrato, con rendimientos crecientemente mayores, al compás de una siempre innovadora tecnología que cambia con facilidad de insumos químicos y permite construir laboratorios cada vez más pequeños, dejando rezagadas a las normas que intentan yugularla.
Así, la neocolonización del Tipnis amenaza con apañar la multiplicación de laboratorios clandestinos, invisibles e intangibles para los controles que resultan cada vez más infrecuentes e ineficaces, además de la devastación del bosque, el saqueo de la madera y los recursos que se presten a ello, para abrir paso al mercado de la tierra, a la agricultura intensiva que convertirá los suelos en páramos en tiempo récord.
La plaza de Villa Tunari, ostenta una fuente –hoy seca, después que pasaron los juegos deportivos– y esculturas, hechas en madera, de animales entre las que sobresale la de un mono, que parece representar perfectamente el destino al que nos conduce el modelo de “progreso” y desarrollo del régimen que aspira a perpetuarse. Se trata del horizonte de enormes obras, cuyo costo no se redimirá con lo que produzcan y que alimentará una asfixiante deuda, erigida sobre los restos de un medio ambiente saqueado, al que se rinde tributo con tristes y caricaturescas efigies.
El autor es investigador y director del Instituto Alternativo.
Columnas de RÓGER CORTEZ HURTADO