Las lecciones que dejó el choreo
La forma macabra en la que se procedió con el traslado y manejo de la medalla presidencial hasta su sustracción del circunstancial custodio y la devolución por ladrones que le devolvieron la dignidad a la república, no puede menos que causar estupor e indignación.
No se trata de una medalla cuyo paso por la vida institucional fue reciente o de una a la cual se dio vida fruto del paso del gobierno actual o de anteriores. No estamos hablando de una moneda de cambio corriente ni de un objeto susceptible de reproducción en similares características. Su historia se remonta a 1825 cuando la asamblea fundadora de Bolivia determinó encomendar se confeccione una pieza que represente en función a su diseño, el sentimiento de una nación agradecida con Simón Bolívar por la fundación de la república soberana e independiente.
El propósito de su creación fue otorgarla bajo la modalidad de obsequio al Padre de la Patria. Éste, antes de fallecer, determinó legar la pieza a Bolivia. Y así quedó definitivamente en nuestro poder, años posteriores a su deceso. A partir de entonces, se constituyó en el emblema de la República y desde el año 1839 pasó a erigirse como el símbolo que distingue el instituto de la Presidencia.
Es, desde entonces, un ícono de la república con raigambre que data desde nuestra fundación. De ahí que desde antaño, su manejo estuvo circunscrito a un riguroso protocolo de custodia. Al punto que, cuando no es utilizada, queda depositada en bóvedas del Banco Central que, se entiende, es el lugar más seguro y mejor cuidado del país.
Sobre esa premisa, es el BC el custodio de los símbolos patrios y la Casa Militar la que los recibe en consideración a alguna fecha conmemorativa en la que se hace indispensable su uso por el Presidente de la República. La Medalla Presidencial, por tanto goza, en términos artísticos e históricos, de un valor incalculable. Por su data y por la forma como fue fabricada por el orfebre de entonces, es prácticamente imposible confeccionar una con similares atributos.
El solo hecho de su antigüedad la hace inigualable e invaluable. Ese mismo factor impone que su cuidado, manejo y uso merezca un celo institucional que va más allá de cualquier diferencia ideológica o de la patética estructuración de lo plurinacional en la lógica de denostar la República solo para aparecer en la historia como algo diferente.
No es así. La medalla presidencial representa lo más sublime de la República y bajo ese contexto es que debe ser analizada su simbología y la manera como se la conduce.
Imaginemos nada más que el símbolo de la corona británica merezca un tratamiento donde con mochila negra por delante, y bajo la responsabilidad de un mozalbete con grado militar, se determine su traslado y custodia. Y que en una noche de copas, el mozalbete, ávido de apetitos carnales y bajo la ferocidad de instintos incontrolables, termine en una casa de señoritas mancillando siglos de historia y, por supuesto, la esencia institucional de la monarquía constitucional.
Justamente por ello, el manejo de estos emblemas viene precedido de cuidadosos procedimientos. La institucionalidad de un país es la responsable de protegerla. Y si la institucionalidad está mancillada, entonces es fácil prever que no hoy, sino más adelante, podrán existir más mozalbetes mancillando el honor de la República.
Este episodio, por tanto, debe llevarnos a una reflexión. No es la medalla por la medalla únicamente. Es el Estado en términos institucionales el que debe salir por los fueros de la dignidad. Más allá de quién ocupe la Presidencia. Y ello nos obliga, también, a una profunda investigación. Y a exigir a quienes nos gobiernan que impongan una línea de respeto a los símbolos patrios reconociendo que Bolivia fue, es y será, una república. Basta, para ello, reparar en el uso de la medalla presidencial y su origen.
El autor es abogado.
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