Monstruos
Uno de los mayores tratadistas del Derecho, Guillermo Cabanellas, definió el error, desde esa ciencia, como “el vicio del consentimiento originado por un falso juicio de buena fe, que en principio anula el acto jurídico cuando versa sobre el objeto o la esencia del mismo”.
Como ya todo el país sabe, no hubo buena fe en el proceso instaurado contra el médico Jhiery Fernández por la supuesta violación del bebé Alexander sino todo lo contrario: lo que se hizo durante más de tres años fue errar a propósito, porque se culpó a un inocente de un delito que no cometió, con el propósito de tapar la negligencia de una médica forense.
Existe toda una truculenta historia en este caso que desafía hasta a las más febriles mentes de novelas policiales. No se sabe dónde comienza la trama, si con el alcohol que embruteció a los padres del bebé fallecido o con el alcohol que suelta la lengua de la jueza que condenó a un inocente a sabiendas que lo era.
Una cosa es segura: si la justicia boliviana ya estaba herida de muerte con antecedentes de inocentes encarcelados –y con el agregado de un Tribunal Constitucional que emitió una resolución contraria a la Constitución–, este escabroso caso ha terminado de matarla.
Con la justicia tal como está, Bolivia no es un Estado de Derecho. Existen jueces y fiscales que no ofrecen garantías de un debido proceso y, en lugar de administrar justicia, hacen exactamente lo contrario.
Lamentablemente, este y otros hechos no solo causan un severo daño al presente, y al futuro inmediato, sino que se quedan grabados para siempre, especialmente para el estudio de la historia. Sus efectos no se limitarán a la coyuntura sino que perdurarán en el tiempo.
Expliquemos esas últimas afirmaciones:
El estudio de la historia se basa en documentos originales y entre estos se reconoce a los que son generados por las personas, especialmente cuando dilucidan sus controversias ante autoridades judiciales. Por eso es que las escrituras notariales y otros documentos generados por movimientos judiciales son tan apreciados por los historiadores.
Pero aquí estamos viendo un caso en el que la verdad no se lleva al papel y en el que, en lugar de buscar justicia, se pretende incriminar a un inocente para tapar el error de un perito, el forense –aunque lo más apropiado sería perita, por tratarse de una mujer–. Este acto, que lamentablemente no es aislado, le está causando un duro golpe a la credibilidad de las actuaciones judiciales. En el futuro, cuando se estudie este episodio de la historia, lo menos que se utilizará será el expediente del proceso porque ya se sabe que este está plagado de mentiras y ni siquiera de las partes sino de la jueza y de los fiscales.
Por tanto, no solo se ha herido a la justicia, o a la administración de esta mediante mecanismos establecidos en la ley, sino también a la fiabilidad de la prueba documental, aquella que queda en el papel.
No se trata simplemente de torcer la ley. Este tipo de actuaciones dolosas tienen consecuencias y si las personas logran eludir el juicio de sus similares, no podrán escapar al juicio de la historia.
El autor es periodista, premio nacional en historia del periodismo.
Columnas de JUAN JOSÉ TORO MONTOYA