Náuseas
Hace unos 30 años, cuando era estudiante de Derecho y bisoño reportero de un periódico regional potosino, participé en una de las “visitas de cárceles” bianuales que solían realizar el presidente y vocales de las cortes superiores, hoy convertidas en tribunales departamentales de justicia.
Fue una impresión muy fuerte para el “changuito” que debí ser entonces. Vi desfilar, uno por uno, a hombres privados de libertad que expusieron sus casos, unos con esperanza y otros, los más, sin interés alguno y me di cuenta que muchos estaban encerrados sin sentencia y otros eran probablemente inocentes. Pese a que hubo quejas por incumplimiento de plazos, el presidente de la Corte Superior del Distrito cerró la audiencia señalando que todo estaba bien, que no había retardación de justicia en Potosí. Y luego hizo declaraciones en ese sentido.
Fue una farsa, un sainete sin ensayo previo que se montó solo para cumplir la letra muerta de la ley. Insatisfecho por lo que vi, volví al penal, que entonces funcionaba en el convento de Santo Domingo, a solo dos cuadras de la plaza principal, y hablé con algunos de los reclusos que habían sido seleccionados para participar en la audiencia. Encontré peores cosas ahí adentro. Fue cuando supe que el aparato judicial está armado para la apariencia. Se aparenta administrar justicia pero lo que en realidad se hace es jugar con las vidas de seres humanos, aunque los jueces y fiscales no se percaten de ello, o finjan que no lo hacen.
Esa experiencia me marcó pues me desilusionó del Derecho. Debido a ello, no ejerzo mi profesión de abogado y no sé si algún día me animaré a hacerlo y formar parte de esa farsa.
En más de 30 años de ejercicio periodístico pensé que ya lo había visto todo, incluidas las resoluciones de autoridades judiciales en contra de la Constitución Política del Estado, pero ni yo, con mi laboral y permanente cercanía a los dramas humanos, ni nadie de este país, estábamos preparados para la asquerosa manipulación de la justicia que es el denominado “caso Alexander”.
Una grabación, que por ahora no puede utilizarse como prueba, reveló el verdadero rostro de la justicia, ese del que apenas vi indicios hace 30 años, en la cárcel de Santo Domingo.
Mis peores temores se han confirmado. Ahora sé que cuando alguien se sienta en el banquillo de los acusados no lo hace para enfrentar a la justicia sino a un conjunto de seres vivientes –a los que les queda grande el adjetivo de “humano”– que representarán una farsa a nombre de las leyes. Las sentencias no son para castigar a los culpables sino para cerrar casos, como quien da un carpetazo de mala gana. El sistema judicial boliviano ha llegado al más bajo grado de la injusticia: se dedica a encerrar inocentes.
Si hace 30 años me pesó ser estudiante de Derecho, hoy me avergüenzo de ser abogado, aunque nunca haya ejercido. Si hace 30 años sentí estupor al contemplar las injusticias que encierran las cárceles, hoy siento asco al ver cómo se encierra al inocente y, para colmo, los jueces se empeñan en mantenerlo encerrado.
El autor es periodista, Premio Nacional en Historia del Periodismo.
Columnas de JUAN JOSÉ TORO MONTOYA