Mar
“El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar”, dijo Borges y tenía razón. Estar ante él es una experiencia difícil de definir, incluso con el auxilio de la poesía.
Su visión estremece y puede ser demoledora para el alma débil. Es colosal, inmenso, y su coloración varía según la playa, las horas o el clima pero su murmullo es el mismo en cualquier borde: va de suave a sobrecogedor. A veces apabulla, cuando está cargado de masas de agua, y a veces tranquiliza, cuando simplemente lame la arena y se retira.
“Y te acercas y te vas / después de besar mi aldea –suspiró e hizo suspirar Serrat–. Jugando con la marea / te vas pensando en volver”.
A lo largo de su historia, Bolivia perdió gran parte de su territorio original. Perdió el Acre con Brasil y el Chaco Boreal con Paraguay. Esta última guerra, además, marcó definitivamente el rumbo de su historia. Sin embargo, ninguna pérdida dolió tanto como la del Litoral, el acceso al mar.
Las guerras son crueles pero suelen dejar lugar al honor. En el Chaco, bolivianos y paraguayos se respetaban, pese a ser enemigos y matarse mutuamente, pero alrededor de la invasión chilena giraban otras cosas.
Chile no solo invadió Bolivia sino que avanzó tanto que llegó a ocupar Lima. A su paso dejó una estela de saqueos e incendios. Poco antes de dejar territorio boliviano, incendió un pequeño pueblito que, desde entonces, se llama San Pedro de Quemes.
En 1904, cuando la humillación todavía hacía agachar las cabezas de peruanos y bolivianos, impuso un tratado de límites con un rótulo sarcástico, “paz y amistad”.
Los efectos del cercenamiento se sintieron después, no por cuestiones económicas –porque las exportaciones siempre supieron por dónde salir– sino porque los mares son los pulmones naturales de los países. A Bolivia, que hasta 1879 no le había prestado demasiada importancia, la falta de mar propio, uno al cual dedicarle canciones y poemas, se le hizo evidente. “Los mares son la prueba tangible de que Dios ha llorado por su creación”, dijo Paul Fort y Bolivia comenzó a llorar por el suyo.
Este hecho, esta falta, esta ausencia, es algo que no consideró la Corte Internacional de Justicia al fallar sobre la demanda boliviana. Ubicándose al otro extremo de la probidad, en la que cuentan atenuantes y agravantes, los jueces de La Haya se limitaron a la letra muerta de la ley; es decir, a aplicar el método positivista, uno que es tan anacrónico que data de los tiempos del Imperio Romano.
No tomaron en cuenta años ni daños y simplemente firmaron.
Ahora solo queda repetir la frase de Osho: “el mar es la morada de todo lo que hemos perdido, de todo lo que no hemos tenido, de los deseos frustrados, de los dolores, de las lágrimas que hemos derramado”.
El autor es periodista, premio nacional en historia del periodismo.
Columnas de JUAN JOSÉ TORO MONTOYA