El doble aguinaldo
Tal como era de temer, en vista de que ya se ha dado inicio a una campaña electoral que se avizora muy reñida, el Gobierno nacional ha decidido volver a aplicar el Decreto Supremo 1802, mediante el que se dispone el pago de un doble aguinaldo para trabajadores del sector público y privado del país siempre y cuando el crecimiento del Producto Interno Bruto supere el 4,5 por ciento.
Era previsible que este año la medida se aplicaría a cualquier precio pues desde un principio estuvo claro que el principal propósito de su creación fue congraciarse con los asalariados del país con fines proselitistas. Así se explica que los años en lo que no había elecciones de por medio, casualmente, la medida fue suspendida.
Por supuesto, desde las filas gubernamentales insisten en negar ese sesgo propagandístico. Arguyen para ello que es un dato frío y objetivo, el crecimiento del PIB, y no un acto de voluntad gubernamental el que define cuándo se paga el doble aguinaldo y cuándo no se lo hace. Explicación que para ser creíble tendría que ser también creíble el manejo de las cifras oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE), algo que está lejos de ocurrir.
De cualquier modo, lo cierto es que la decisión gubernamental ha devuelto actualidad a los argumentos que se esgrimen a favor y en contra de la medida desde hace cinco años. Desde el punto de vista de los empresarios privados, el principal es que toda erogación extraordinaria debe necesariamente ir aparejada de otras medidas, como la reducción de las planillas salariales a través de los despidos, la reducción de las inversiones y la elevación de los precios de sus productos, entre otros efectos indeseables. Eso significa un debilitamiento del aparato productivo nacional, cuyo principal efecto es la destrucción de fuentes de trabajo. En el caso del sector público, el gasto ocasiona un aumento del déficit fiscal.
Para el Gobierno, en cambio, esos efectos negativos son desdeñables si se los compara con los beneficios, el principal de los cuales sería una redistribución de la riqueza, un aumento de la capacidad de consumo de la gente y sus consiguientes efectos multiplicadores sobre la demanda de bienes y servicios.
Sin embargo, y como lo demuestra lo ìnútiles que han sido los esfuerzos hechos por los representantes del sector empresarial para disuadir a las autoridades gubernamentales, en este como en otros temas no hay argumento ni razonamiento que valga. Lo único que cuenta a la hora de las decisiones es la voluntad gubernamental y para ésta ningún cálculo es más importante que la bùsqueda de réditos electorales. Aun a costa de infligir un severo daño al aparato productivo nacional.