El retorno de las almas
Las almas retornaron y ya se marcharon, en un ciclo sin fín como la rueda de la vida y la muerte. Particularmente en la región andina, se celebran rituales en homenaje a los difuntos. Y –fuera cosa de la casualidad o es que habrá un nexo que une a los pueblos de una memoria atávica compartida– tanto en Europa como en el Tawantinsuyo, las festividades fúnebres coincidieron en el mes de noviembre. Aunque las prácticas han sido combatidas por instancias oficiales, en los pueblos persiste la costumbre de honrar a los muertos, en la creencia de que después de la muerte, estos continúan su camino, donde se sigue necesitando de alimentos, bebidas.
En Perú, por ejemplo, celebran el Día de Difuntos, por lo menos en la sierra, la zona andina, de un modo muy parecido al nuestro, pero con una costumbre que no hemos visto aquí, que es jugar a ser “compadres”. Un grupo de amigos, una familia, compañeros de trabajo, arman una mesa, pero el protagonista principal es la t’antawawa. En el comercio hay de grandes proporciones, mejor si se compra la más grande. Una pareja, un hombre y una mujer (que simulan ser esposos) son los “padres”. Se nombra “padrinos” y otro hace de “cura”. Se está asistiendo al bautizo, y todo es medio en broma, medio en serio, en un ambiente divertido y salpicado de bromas. Se maneja al “bebe” (así, sin tilde, como dicen los peruanos), con mimos.
En cambio, allá en la infancia, a la t’antawawa que caía en mis manos no le iba muy bien. Las viejas tías, como ocurría antes en los pueblos, competían entre sí y hacían masas de un quintal de harina y ahí estaban afanosas horneando bandejas de empanadas, frutasecas, y, claro, t’antawawas. Las horneaban de una harina especial y se entregaba una a cada niña, como una suerte de muñeca. Las primas, más maternales ellas, se cargaban a la espalda a las t’antawawas durante varios días. Yo, hecha de no sé qué harina de otro costal, no resistía a la tentación de ese bizcocho delicioso y empezaba por romperle un trozo de masa a mi “hija”, y me lo comía, ante el horror de primas, que me veían como a una caníbal. Esa costumbre, de hacer las masas, ya ha desaparecido y ahí está el comercio para hacer variedad de ofertas, pero nunca jamás con esa exquisitez.
Hoy, todavía, en los pueblos hay las celebraciones, pero cada vez más menos vistosas. En las ciudades, las instancias oficiales han combatido las celebraciones con mucho entusiasmo: prohibiciones aquí y allá, al punto de que los armados de las mesas son marginales, afuera de los cementerios. De hecho, poco a poco fue desapareciendo la mesa de las clases medias y altas. Ninguna familia jailona armaba. Era cosa de la Bolivia profunda, un tanto como pueblerino, por decirlo de algún modo.
Lo que ha proliferado son los disfraces de Halloween. Ríos y ríos de gente en el Prado, paseando de vampiros, de esqueletos andantes, pero no solo eso, se ve venir una amalgama interesante. Se advierte una tímida reaparición de la costumbre de armar mesas, sin importar que sea en la incomodidad de los departamentos minúsculos de hoy en día. Incluso, está renaciendo la práctica de hornear las masitas en casa, como antes se hacía. Como siempre, los “más” bolivianos son los que radican en el exterior. A través del Facebook, se ha podido ver cómo algunos paisanos han honrado a los difuntos. Puesto que en el comercio no hay ese tipo de masitas, han horneado, sin olvidar, claro, las escaleras, para que el ser querido pueda descender de otra dimensión.
Recordar a los muertos es recordarnos a nosotros mismos. Caigan, como una flor sobre su tumba, estas palabras en homenaje a la memoria de nuestros muertos, de tantos. De los muertos propios de la familia y también de los muertos entre los amigos, los conocidos y los no conocidos también.
Y, quién sabe, tal vez se abre la puerta hacia otras dimensiones y efectivamente llegan nuestros seres queridos. Así que, ante la duda, ojalá pueda yo misma estar horneando masitas al año, para armar una mesa.
La autora es comunicadora social
Columnas de SONIA CASTRO ESCALANTE