Algunos elementos para entender los linchamientos
Los dos linchamientos acontecidos durante esta semana, en Santa Cruz y Potosí, son un ejemplo más de las relaciones interciudadanas violentas que caracterizan, cada vez más, a la sociedad boliviana. Ordenando información sobre linchamientos (o intentos de) en el departamento de Cochabamba –según reportes de la prensa escrita (es muy difícil conseguir datos oficiales sobre el tema)–, se ha visto que entre 1950 y la actualidad se han registrado 1.210 casos (12% acabaron en muertes; 90% se dan a partir de 2000). Los mismos han ocurrido mayoritariamente en el espacio que ahora forma parte de la región metropolitana y en el trópico del departamento. Los motivos son variados: incluyen desde acusaciones de brujería, hasta asuntos relacionados con contrabando y/o narcotráfico. No obstante, la mayor parte se origina en robos comunes (por ejemplo, de garrafas). Las formas de ajusticiamiento elegidas son las más crueles –y medievales– posibles: golpear hasta la muerte, torturar, ahorcar y/o quemar.
Frente a este panorama, y buscando entender el fenómeno, argumento que si bien es cierto que las variables macro (desigualdad social o pobreza) así como las institucionales (creciente falta de confianza en las entidades encargadas de la justicia y su cada vez más visible corrupción) son parte explicativa del fenómeno, son insuficientes para comprenderlo en su integralidad. Reducir la mirada a esos dos componentes nos lleva, como plantea J.P. Lavaud, a un “pacto de silencio académico” que impide ver las características complejas que hacen al fenómeno y que están influyendo en las dinámicas sociopolíticas del país.
El linchamiento es, en la práctica, como plantea A. Snodgrass, un importante “revelador político” que da cuenta de una sociedad en la que –a nombre de la idealización de la acción colectiva– cada individuo busca imponer sobre los otros –mediante repertorios violentos– su visión y sus intereses personales o sectoriales, rompiendo constantemente contratos sociales que permitan una convivencia pacífica. Ello tiene sus propias consecuencias en las relaciones (clientelares, de cooptación, negociación u otras) que los ciudadanos mantienen con representantes públicos: cuánto más violento es un repertorio, mayor capacidad de negociar y pactar con las autoridades, desarrollándose así “democracias basadas en autoritarismos violentos –gubernamentales o barriales– populistas”.
Se trata, entonces, de un síntoma de la sociedad que estamos construyendo: donde la referencia al “bien colectivo” se limita a las fronteras de los reconocidos como “nosotros”, frente a los cuales “los otros” siempre son los enemigos y, por lo tanto, descalificables o –los ejemplos dados lo muestran– desechables. Es decir, una sociedad fragmentada según intereses y/o miedos específicos de cada grupo, que está en sí plagada de ciudadanos cada vez más intolerantes, paranoicos y fascistas.
La autora es responsable del Área de Desarrollo del CESU-UMSS
Columnas de ALEJANDRA RAMÍREZ S.