Resist
Cumplía unos 11 años cuando clandestinamente hurgaba en el cuarto de mi hermano Camilo. Al igual que en el caso de mi paciente padre, tenía la costumbre de “robar” sus cds, cassettes, vinilos. Encontré un cassette que decía Pink Floyd. The final cut. Echada a andar la cinta, sin rebobinar, lo primero que atisbé fue la explosión de una bomba. En mi infantil inocencia, guardé el cassette en mi colección de “objetos raros”.
Pocos años después, el jocoso destino me brindó otra oportunidad. En medio de las travesuras del insomnio, me topé con The Wall, la película de Alan Parker en base al álbum de ese nombre. Para mi suerte, en lugar del tradicional film “erótico” de los viernes en el canal 13, se les dio por colocar The Wall.
Creo que no debe existir ser humano que sea el mismo luego de escuchar a Pink Floyd. The Wall me abrió un mundo donde es diáfana la fusión de la más exquisita música con una poesía profunda, crítica, desgarradora y capaz de metaforizar magistralmente la “jaula de hierro” de la modernidad, aquel panóptico de pólvora, concreto y desvarío.
En consecuencia, de la mano de la onírica Julia dream, del arcoíris sensorial de Atom heart mother, de la marina evocación al asombro de Echoes, de la aguda irreverencia de Animals o de la sublime exaltación de la desesperanza y la locura de The dark side of the moon, la extraordinaria fusión de rock y literatura, me llevó a una incurable fascinación por Pink Floyd, afición compartida por millones de mortales.
Cada uno de los cinco integrantes de Pink Floyd (incluyendo a Syd Barrett) es prototipo de talento admirable y escaso. Y aunque es imposible reunir a Pink Floyd (Syd Barrett y Richard Wright ya dejaron este valle de lágrimas), el escuchar en vivo a su principal letrista e ideólogo es un deseo (de esos que se piden a las hadas) concedido.
En dos oportunidades vi a Roger Waters en concierto. Una mediante un regalo devenido de las aguas del amor, la otra a partir de la errática libertad de la soledad. Ambos episodios me sellaron tanto que hasta parece que preludian rupturas, extrañas coincidencias, sobresaltos, metamorfosis, caídas hondas y despertares repentinos en mi subjetividad.
Sin embargo, el espectáculo que ofrece Roger Waters es digno del riguroso y erudito perfeccionamiento artístico característico de Pink Floyd, por ende, el presenciar algo de ese calibre es suficiente para marcar y quebrar a cualquiera.
Lo maravilloso de Roger Waters es que continúa siendo el mismo a pesar de las excitaciones de la fama y en el pleno de sus 70 años de vida. Sigue siendo el evocador de aves de prosa apacible, pero también el doliente insurgente que recuerda que estamos gobernados por “cerdos”; el denunciante de las guerras, de las masacres, de las inequidades e injusticias del poder.
No cabe duda que estamos lejos de la explosión de creatividad, desobediencia, cuestionamiento y rebeldía que implicaron las décadas del 60 y 70 del siglo XX. Hoy se perfila más sencillo vernos adormecidos por una cultura de masas repetitiva, vacía y mecánica, que poco pregunta, mucho concede y, más todavía, consume.
No obstante, así como en cada esquina es fácil chocar con los Bolsonaro, los Trump, los Ortega y las versiones criollas de aspirantes a déspota que nos gastamos en el marco de la propia idiosincrasia, cómo llena de esperanza el saber que aún están testarudamente presentes los Roger Waters. Aquellos seres raros, contaditos, que te entregan la más increíble conjunción de música con el resto de las artes, para recordarte lo vital, lo básico, lo único que se divisa como verdaderamente trascendente: “Resiste”.
La autora es socióloga.
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA