¿Quién le teme a la influencia de China?
HONG KONG – Desde el final de la Guerra Fría, Occidente ha invertido enormes cantidades de recursos en intentos de inducir en China una liberalización política, lo que incluye programas para promover el Estado de Derecho, la sociedad civil, la transparencia y la rendición de cuentas del gobierno. Los resultados han sido decepcionantes. En vez de volverse más democrática, en los últimos tiempos China ha retrocedido hacia un autoritarismo duro. Y ahora también ha comenzado a invertir recursos en programas propios para incidir sobre las democracias del mundo.
Los intentos chinos de ejercer influencia en Occidente han sido tema de informes periodísticos y de estudios académicos, y suscitaron inquietud en políticos de alto nivel, desde el vicepresidente de los Estados Unidos, Mike Pence, hasta el ex primer ministro australiano Malcolm Turnbull. Las “operaciones de influencia” de China, según se dice, incluyen el cultivo de lazos con políticos occidentales, la fundación de Institutos Confucio en todo el mundo para promover la lengua y cultura china, la expansión del alcance global de las redes de propaganda oficial de China y donaciones a instituciones académicas, además de programas de intercambio con ellas.
¿Qué deberían hacer las democracias liberales occidentales frente a una China que les está copiando una página del manual, mientras explota su apertura para promover sus objetivos ideológicos y geopolíticos?
Para empezar, las dirigencias e instituciones occidentales deben distinguir entre actividades con patrocinio estatal e intercambios legítimos y mutuamente ventajosos, de índole cultural, cívica y educativa, entre ciudadanos y entidades del sector privado.
Es verdad que la sofisticada operación “Frente Unido” del Partido Comunista de China (centrada en neutralizar la oposición a sus políticas y a su autoridad, dentro y fuera de China) suele depender para el logro de sus objetivos de la ayuda de actores del sector privado; además, estos tienen incentivos informales para buscar el favor de los gobernantes chinos mediante una conducta amistosa hacia el PCC. De allí que incluso actividades de naturaleza manifiestamente independiente o privada puedan conllevar un riesgo político y reputacional para las organizaciones occidentales, al exponerlas a que las acusen de actuar como “agentes de influencia” para China.
Pero eso no implica que en Occidente haya que rechazar de plano cualquier oportunidad de cooperación con entidades y personas chinas. Eso no sólo llevaría a la pérdida de oportunidades valiosas, sino que también fortalecería la capacidad del PCC para controlar el flujo de información, manipular la opinión pública y moldear las narrativas populares.
Así que Occidente debe estar alerta, pero no sobrerreaccionar. Si por ejemplo, una empresa estatal china quiere hacer una donación a una institución académica o cultural occidental, hay que manejar el caso con extremo cuidado, o incluso rechazar la oferta, porque puede poner en riesgo la reputación del receptor o limitar su libertad. Pero si la donación viene de un empresario chino rico habría que aceptarla de buen grado, siempre que sea transparente y no venga con condiciones que afecten la misión del receptor.
De hecho, la transparencia es uno de los mecanismos más poderosos para proteger los procesos democráticos occidentales contra operaciones de influencia chinas. Por ejemplo, la obligación de revelar las fuentes y condiciones de donaciones a políticos, partidos políticos e instituciones cívicas y académicas, así como la identidad de los dueños de participaciones en los medios, haría mucho más difícil al gobierno chino ejercer su influencia a través de actores manifiestamente privados. Además, un código de conducta compartido para el trato con China también ayudaría a garantizar la defensa de los valores democráticos en todo acuerdo o colaboración con aquel país.
La defensa de esos valores también implica que los gobiernos occidentales deben cuidarse de otra clase de sobrerreacción: poner en la mira a sus propios ciudadanos de origen chino. El largo historial que tiene China de valerse de su diáspora para obtener ventajas políticas y económicas podría incitar a algunos en Occidente a sospechar de todas las personas de etnia china, con la posibilidad de que eso las exponga a discriminación e incluso vigilancia.
Pero sería una grave injusticia permitir que se hostigue, intimide o castigue a las personas de etnia china por ejercer sus derechos civiles y políticos (por ejemplo, haciendo donaciones a partidos políticos o declaraciones públicas sobre asuntos que les conciernen, incluidos los referidos a China). Y además, sería estratégicamente contraproducente: el poder blando pero intenso de los valores democráticos de los que Occidente se proclama defensor constituye la defensa más eficaz contra las operaciones de influencia chinas.
Los valores democráticos liberales en que se basan las instituciones occidentales les confieren una resiliencia incomparable; ningún régimen autoritario puede subvertirlas fácilmente, por más intercambios culturales o institutos de enseñanza del idioma que establezca. De hecho, lo más notable en relación con los intentos de China de extender su influencia en el extranjero no es que funcionen, sino la facilidad con que se los expone. Presentarlos como una amenaza real a las democracias del mundo no sólo revela inseguridad por parte de Occidente, sino que también es exagerar las capacidades de China.
El autor es profesor de Gobierno en el Claremont McKenna College.
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