La violencia de lo impune
Hasta ahora, iniciado el 2019, para la comunidad internacional y a la luz de sus indicadores, somos otra de las naciones más violentas del hemisferio. Y no se trata de un juicio apresurado u hostil para el que medien razones políticas subalternas. La realidad del escandaloso incremento de la criminalidad en Bolivia es terca y objetiva.
Podría decirse, entonces, que la violencia no se explica en la pobreza o que ella, como también parece y como salta a la vista con el sólo transitar por las calles y carreteras de nuestra geografía, en modo alguno ha cedido y ha de haber crecido, entonces, en proporción a los hechos criminales que serían su efecto.
En lo personal, sin embargo, más allá de la opacidad reciente de nuestras cifras nacionales sobre la actividad económica industrial y comercial, el empleo, la pobreza real o el mejoramiento o empeoramiento de la salud y de la educación y por obra de la misma pugnacidad política y de la falta de transparencia gubernamental, siempre he creído que el crecimiento de la violencia y de la impunidad hacen mejor relación con la anomia institucional en curso desde 2006 y que deliberadamente profundizó –¡vaya usted a saber porqué!– la misma revolución de Morales.
La pérdida del sentido de pertenencia que nos daba la ciudadanía y la falta de fe en los órganos encargados de la mediación social y de la resolución de los conflictos –el gobierno, las policías, los parlamentos, los tribunales– tiene mucho que ver, en efecto, con el clima de autotutela, con esa auto justicia que es más propia de las comunidades primitivas y que se expresa entre nosotros en la violencia criminal cotidiana.
En Bolivia son asesinadas personas cada día y es como si no nos diésemos cuenta. Hemos aprendido a convivir con la cultura de la muerte o a sobrevivir dentro de ella, como si nada anormal ocurriese.
El problema, pues, reside más en la presencia local de un sistema de gestión de lo público que por ser el que es no es tal sistema y que por operar dentro de un cuadro de instituciones que no son tales, todas a uno permiten que el gobierno desgobierne manus solutus. En síntesis, a pesar de los socialistas “pro” que intoxican y han distorsionado en su sanidad a nuestra magra economía y modo de vivir, la violencia crece por orfandad institucional y ésta se sostiene, a su vez, porque de existir no podría el Gobierno y quienes lo integran hacer y deshacer con el país como lo hacen y por la libre, sin contención y sin temor a los controles, que no existen.
La circunstancia explica así, que junto con ser el nuestro uno de los países más violentos de América (violaciones, crímenes macabros, intolerancia, extrema violencia) también seamos, como lo revelan los informes de la prensa en general, y junto a Argentina de CFK, el Ecuador, Haití y otros; el país –léase los gobiernos– más corruptos. ¡Qué vergüenza!
La educación y la inclusión son esenciales a la paz social, pero la falta de educación o la pobreza, por si solas no explican la violencia ni el latrocinio. Hay pobres y desheredados que llevan a cuestas sus carencias sin perder la dignidad y el sentido de la decencia. Pero cuando las reglas vuelan por aires y las instituciones son asfixiadas y monopolizadas en función de propósitos políticos incluso nobles, la corrupción y los corruptos encuentran terreno fértil para sus desafueros y estimulan la disolución en la que anidan los violentos. Así de simple.
Para colmo, este 2019, se nos viene muy complejo, está la ilegalidad de TSE inscribiendo a los dos candidatos del partido que gobierna ya por más de dos reelecciones, los opositores se pelean por “fama y fortuna” y nada sabemos de opciones claras para dar fin al descalabro socioeconómico que: también es violencia… la violencia de lo impune.
El autor es comunicador social
Columnas de YESID MARIACA