Con el agua al coto
Me estoy poniendo viejo, dice alguna canción, y se nota en los ojos húmedos de tantos: me cuento entre ellos. Es el tiempo de agua. Empieza con nieve y niebla húmeda en los montes; en la transición hacia el trópico, escurre en laderas de tupidos matorrales y árboles enhiestos, hasta que el incesante goteo afloja estratos y raíces: aluviones que desprenden pedregones, avalanchas que fluyen a los arroyos y aumentan el caudal de los torrentes.
Es una tragedia anual de lluvias copiosas, mazamorras sordas y ríos templados. Silencioso agua que poco a poco inunda campos de cultivo e infecta las patas de vacas, toros y terneros. Fue intuida por la fauna silvestre que migró a la altura: osos andinos, jaguares, jochis, tatúes, londras, víboras, ratas, hormigas y todo ser vivo acostumbrado a estos caprichos de la Madre Tierra.
Esta vez le tocó la mala a Caranavi. Un impresionante deslizamiento sepultó vehículos y mató a casi una veintena de personas. Un bombero voluntario cargó por una hora, ladera abajo, a una niña muerta; descansaba rendido por el cansancio, ignorando que un fotógrafo le tomaba una foto que un artista dibujó y puso alas al angelito, haciendo llorar a muchos. Debería ser el emblema de bomberos, o por lo menos de sus heroicos voluntarios.
Afloró la bondad innata de la gente. Alimentos, ropa, medicinas y todo lo que pudiera donarse para aliviar a los damnificados. Inclusive el Estado movilizó recursos y rebajaron al hueso precios de pasajes aéreos a la zona afectada. No faltará combustible que esta vez se desplazará de norte a sur.
Lo que es bueno para unos, es malo para otros. Las lluvias reverdecen cerros, repletan napas freáticas y nutren cosechas, lo que es bueno. Pero los cursos bravíos inundan pueblos y sembradíos aledaños a los grandes ríos benianos. Engendran dramas humanos poco conocidos que siempre se ensañan con los sin voz. La mayoría de los ciudadanos más conscientes en el resto del país ni se da cuenta de que el escurrimiento de las aguas sigue en su rauda marcha al gran Amazonas. Se inicia el tiempo del agua al coto de todos los años.
Lo expresó mejor un “carayana”, término con que se tilda a los “blancoides” –mestizos de piel clara– para diferenciarlos de los “cambas” –mestizos de piel más oscura y más cercana a su ancestro indígena. Nataniel Becerra lo hilvanó en el lenguaje “chuto” del humilde: “Hechao jamaca/ puse a pensar/ tenía sembrao para comer/ vino tiempo maro, puso a yover, empezó río a rebarsar. Tata Presidente de la nación/ con herramientas me va a ayudar/ perdí mi santi con mi yucar en esta chope inundación”. La cantan Los Taitas en la irónica chobena “Indio damnificado”, que se pone de moda cada año al templarse los ríos del Beni. Con el agua al coto y la sequía de ríos vacíos, es el vaivén anual de los humildes del norte boliviano.
No es que mi nostálgica pena recuerde a Simón Díaz, llanero cuyo “Caballo Viejo” tiene mucho de la pampa beniana. No fue siempre así. Mi amigo el finado William Denevan, profesor que visité en Berkeley donde enseñaba, fue un geógrafo que al sobrevolar los campos benianos, notó curiosos lomeríos entre canales que cruzaban partes de los llanos de Moxos, segunda pampa natural después de los Llanos de Venezuela.
Se impone mi apego a la etnohistoria y el pasado nada hurgado de la civilización del Gran Paitití, tan poco conocida en este país andinocéntrico. En esos tiempos, con palas de madera dura cavaron, cual suerte de autopistas ribereñas, canales que navegaban en “cascos” o canoas de poco calado. Los suelos poco fértiles eran amontonados en lomas que se fertilizaban con tarope, especie vegetal acuática rica en nutrientes. Además de purificar las aguas, originó lomeríos de monte alto donde se refugia la fauna silvestre durante las inundaciones. El desfogue de ríos templados en desagües que entonces eran los caminos, diluía efectos nocivos del exceso de lluvia. Pienso que era forma de controlar las inundaciones. Hoy en día, con excavadoras, palas cargadoras y volquetas sería mucho más efectiva.
La desgracia de muchos es también festín de politiqueros. Empiezo por el apóstata mandamás que justifica su indiferencia porque “no soy maquinista; no soy tractorista”. Otro cínico que casi tiene a Bolivia al nivel de Suiza pero que hace tiempo no come de olla común, alardea de que el país no es limosnero, al tiempo que hasta su jefazo se solidariza con la sufrida gente. Ni hablar de la dieta de palabrerío demagógico que no llena el buche de los afectados por inundaciones, aguas que siempre se adelantan al corazón de los donantes ¿Será que la solidaridad de la gente y sus vituallas llegan a los humildes y no a la despensa de los poderosos?
¿Será que en las espaldas de los bolivianos se pueden sembrar nabos?
El autor es antropólogo
Columnas de WINSTON ESTREMADOIRO