El Papa y Ernesto Cardenal
Hace un par de días, el pasado lunes, el papa Francisco ha vuelto a llamar la atención de quienes siguen de cerca los vertiginosos movimientos que están produciéndose estos días en el tablero geopolítico mundial. Lo ha hecho a través de un gesto que más que una importancia práctica tiene un valor simbólico muy grande.
La decisión papal a la que nos referimos es la anulación de la suspensión canónica que pesaba sobre Ernesto Cardenal, quien había sido suspendido a divinis –prohibición de administrar los sacramentos– por Juan Pablo II, en 1984, por formar parte del gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), encabezado por Daniel Ortega.
La medida adoptada por Juan Pablo II también tuvo en su momento un extraordinario valor simbólico. El Vaticano fijó así su posición ante la revolución sandinista y, por extensión, ante la Guerra Fría que era el telón de fondo de las confrontaciones políticas e ideológicas de aquellos años.
Ese antecedente ayuda a aquilatar en su justa dimensión el significado del comunicado del Vaticano emitido anteayer. Y lo es porque así como en 1979 Ernesto Cardenal fue una de las figuras más representativas de la revolución sandinista, hoy es todo un referente de la rebelión contra un régimen que dejó de ser uno de los movimientos más esperanzadores, hasta degenerar en lo que es ahora: una satrapía cada vez más parecida a la dictadura que fue derrotada hace casi 40 años.
Lo que le dio a Cardenal el lugar principal que hoy ocupa –desde su lecho de agonía– en el escenario político nicaragüense y latinoamericano, fue la firmeza de la negativa a avalar con su silencio la deformación de la causa por la que luchó toda su vida. Lo que más enfureció al clan Ortega fue que, a pesar del peso de su edad, el sacerdote encabezó la resistencia contra la destrucción, en nombre del desarrollo económico, del Gran Lago de Nicaragua, lo que implicaría entre muchas otras calamidades naturales la destrucción del archipiélago de Solentiname.
La respuesta del régimen fue brutal. Sin embargo, y a pesar del ensañamiento con que el clan Ortega quiso destruir a Ernesto Cardenal y a todo lo que él representa, sólo logró convertirlo en una prueba viviente de los extremos a los que puede llegar la degradación de una causa.
Con esos antecedentes, el mensaje dado por Francisco es algo más que la reparación de una injusticia. Es, sobre todo, un mensaje al mundo sobre el papel que el Vaticano se propone jugar en la crisis política que ahora, como hace 40 años, tiene en Nicaragua uno de sus escenarios principales.