La duda
El martes pasado ha tenido lugar un episodio inimaginable hasta hace muy poco. Que un príncipe de la iglesia, nada menos que un Cardenal-Arzobispo, y hombre de la más alta confianza del Papa, sea no solo llevado a un juicio, sino condenado y luego conducido a una cárcel, es sin lugar a duda un hecho que no solo tiene que llamar la atención, sino que puede llevarnos a varias lecturas.
Partimos además por el principio de que la corte que ha condenado al Cardenal Pell no es una de un país como el nuestro, que tiene jueces como la Pacajes y Fiscales como Guerrero, Blanco o la Boyán. La justicia australiana y la institucionalidad de ese país gozan de muy buena reputación. De hecho, el Vaticano, azorado con la noticia, no ha dejado de mencionar en su mensaje que respetan profundamente a la justicia australiana.
El veredicto, que ya se había dictado en diciembre del año pasado y que se había mantenido en reserva debido a tecnicismos jurídicos, no podía salir a la luz en un momento más oportuno, a solo unos días de que terminara un encuentro episcopal de primer rango convocado por el Papa para discutir y trabajar sobre el terrible flagelo de la pederastia, sin lugar a dudas la mayor sombra que ha caído sobre la milenaria institución. Que ese fuera el delito cometido por esa prominente figura del catolicismo, casi parecería una infeliz coincidencia.
Quienes detestan o desprecian a la Iglesia católica, sea por razones ideológicas o de fe, (que es algo parecido, pero no lo mismo), o por razones personales, han batido palmas. Las redes sociales se han llenado de juzgamientos duros, de condenas, y el personaje mismo ha tenido que enfrentarse en vivo y en directo a un grupo de personas que lo insultaban y maldecían al salir de la corte rumbo a la cárcel que lo está albergando. Ha habido también otras reacciones, algunas de profunda pesadumbre, otras de incredulidad, y otras de franca negación ante la mentada condena.
Sin embargo, hay también un problema que va más allá de lo que esto significa para la Iglesia, y el mundo occidental. Partamos de que la pederastia no es nunca un hecho fortuito, es una conducta que se repite, por lo que rara vez un pederasta comete un solo crimen, a menos que se lo descubra y encierre luego de haber cometido su primer crimen. Es por eso que la idea de que alguien de 76 años haya cometido un solo delito de esa categoría a lo largo de su vida puede llamar a la sospecha, sobre todo si consideramos que se trata de alguien que tenía el suficiente poder y ocasión para hacerlo.
El delito por el que Pell ha sido condenado fue supuestamente cometido de una manera muy curiosa. Éste había atacado a dos adolescentes de 13 años de edad, que eran parte del coro de la Catedral de Melbourne, obligándolos a una felación, cuando oficiaba de Arzobispo. Sucedió luego de una misa de domingo, vale decir luego de la misa más importante de la semana en una Arquidiócesis donde hay muchas personas involucradas en el ritual. Que 20 años después solo una de las víctimas pueda dar su testimonio, porque la otra murió, y que no haya ningún testigo de lo sucedido, puede llevar a la duda de que ese episodio hubiera tenido lugar.
El jurado, que por unanimidad ha creído en las palabras del acusador, lo ha hecho porque cree en la buena fe de éste y en su honorabilidad. Ha puesto en duda, obviamente, esas características en el acusado. El problema en este proceso es que hay una condena a partir de una denuncia que no se puede probar, que es bastante inverosímil, y que se basa exclusivamente en el testimonio de un acusador. No es algo que pueda alegrar a las personas sensatas.
La pederastia es un crimen que debe ser combatido sin tregua, y la tolerancia a esta debe ser nula. Pero es precisamente por eso que las acusaciones al respecto deben ser tomadas con extremo cuidado, en parte porque siempre puede darse la equivocación de un juicio, aún en un sistema casi perfecto, y si hay algo peor que un acto de pederastia, es precisamente que algún inocente sea condenado por un delito tan abominable.
El autor es operador de turismo.
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ