Intelectuales e intelligentsia, descargo a un artículo de Fernando Molina
A propósito de un artículo publicado por el periodista Fernando Molina bajo el título de “La carta de la oposición boliviana, una sociología del mesismo”, me gustaría hacer algunas puntualizaciones para comprender el núcleo del artículo que propone Molina. Al margen de eso, también, distinguir diferencias necesarias entre intelectuales e intelligentsia, aunque, como veremos más adelante, históricamente, tengan coincidencias sustanciales.
La primera, ligada a una actividad reservada para los escritores, poetas, artistas, científicos que, desde esa posición, tienen cierta autoridad moral para emitir conceptos críticos y de demanda sobre ciertas elites. La segunda, referida a una clase social marcada e integrada por personas que se involucran en actividades creativas y promueven una defensa de la cultura como fuente de desarrollo. La intelligentsia asume una posición dogmática, pero no por ello negativa, sistémica, los intelectuales son críticos y en cierta medida liberales.
“La intelligentsia” y “la intelectualidad”, son definidos como una capa social o una nueva clase social. Para Jan Waclaw Makhaïski, anarquista polaco, los intelectuales sacan provecho de su conocimiento ocupando lugares cada vez más preponderantes en el centro de la sociedad y se erigen como una nueva clase dominante. Esta definición elemental y reduccionista contrasta con la tesis de que los intelectuales provienen de sectores socio-profesionales diversos que tienen esencialmente un fin común, inclusivo, de servicio y altamente reivindicativo.
La divulgación del término intelligentsia aparece por primera vez en 1860, anotando como punto de referencia al escritor ruso Pyotr Boborykin.
En Francia, el término “intelectuales” aparece a fines del siglo XIX y se expande gracias a Clémenceau en el Caso Dreyfus y el Yo acuso (J'accuse). Un artículo del escritor Émile Zola que puso de cabeza el panorama político y social de Francia: “Acuso al teniente coronel Du Paty de Clam de haber creado este error por inconsciente y de sostenerlo después con toda clase de maquinaciones; acuso al general Mercier de hacerse cómplice de esta iniquidad; acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus y de haberlas ignorado por razones políticas; acuso”…
¿Pero qué diablos tenía que ver Zola para pronunciarse a título personal y plantarse en contra de los militares que declararon traidor a Dreyfus por una supuesta venta de secretos militares a Alemania? Ciertamente, Émile Zola no era militar ni tenía intereses políticos ni particulares. No impugnaba la sentencia y mucho menos defendía una posición religiosa, Dreyfus era de origen judío. Simplemente acusaba desde una posición ciudadana y sujeta a su obligación de ejercer su autonomía civil, intelectual y común. Demostró, efectivamente, que la verdad pública no está sujeta a la verdad oficial. Que la conciencia individual debe ser más poderosa que la pretendida mentira de las altas esferas políticas, militares o religiosas.
Zola, demostraba que su posición acusatoria, también comprendía la necesidad de desvirtuar el concepto equivocado de intelectual. Esa elite que se suponía gozaba de facultades y dones extraterrestres, ignorando por completo su papel social. “Las diferencias no son de capacidades, sino de función social”.
En 1989, el sociólogo, Juri Levada, ofrece la siguiente definición: “La noción de intelligentsia tal y como se ha constituido en Rusia designa algo más que a un grupo o una capa social, remite además a una función, a un papel.
La intelligentsia no es solamente un grupo de gente instruida, sino una especie de comunidad que cifra el sentido de su existencia en el hecho de aportar al pueblo los frutos de su instrucción (la cultura, la ilustración, la conciencia política, etc.) y que identifica esta tarea con una misión sagrada o, cuando menos, histórica y cultural”.
Esto no es Rusia, se entiende. ¡Es Bolivia!, por ello, se hace necesario echar un vistazo de forma y de fondo al artículo publicado por Molina que, desde mi lectura, es prejuicioso, sesgado y poco transparente.
De forma, considero que se trata de un análisis prejuzgado entre q’aras y t’aras, una suerte de sometimiento y de desprecio de los primeros contra los segundos, que, sin duda, es bastante debatible. Sus conceptos rondan la plenitud de un intelectual que combina, sin pudor, posiciones sociales y políticas proclives a construir, lo que el intelectual mexicano, Gabriel Zaid, llama espejos de interés para la sociedad: para contemplarse, comprenderse, fantasear y distanciarse de sí misma. Y un planteamiento metafórico de aspirar a ser la “conciencia de la sociedad”, insistiendo con Zaid.
De fondo, el artículo de Molina va contra el candidato por Comunidad Ciudadana, Carlos Mesa, titulándolo como “La carta de la oposición boliviana”. En esta Bolivia exótica, durante los 13 años de evismo, la oposición jamás pudo cuajar como una sola fuerza, nunca logró cohesionarse a cabalidad, menos acordar un intento de proyecto colectivo. Entonces mal se puede hablar de una “carta de la oposición” aglutinada y representada totalmente en su candidatura. Mesa es una opción de forma, no de fondo. Su talón de Aquiles está en su discurso selectivo, intelectual y carente de “pueblo”, pero no por ello estructurado y dependiente de una “intelligentsia nacional” pura y dura.
A Mesa le cuesta pensar y expresarse fuera de un encuadre técnico, calculado.
Mesa no es la oposición política, ni siquiera sumando todos los candidatos obtendríamos una oposición pura y fidedigna. La verdadera oposición está en las calles, en las plataformas ciudadanas y en más de la mitad de los bolivianos encabronados por los 13 años de insensatez y desgobierno.
La cronología que hace Fernando de los hechos ocurridos durante la corta y tormentosa gestión de Carlos Mesa como presidente, me parece básica, aunque refrescante, pero básica y floja, aporta gran dosis de memoria, de lo que Molina llama “mesismo”. Esto es discutible. Lo anotaré más adelante.
Fernando Molina recurre a un prejuicio harto exprimido que, entre otras cosas, el evomasismo y el vicepresidente García Linera se encargan todos los días de reivindicarlo como carne de cañón de “lucha social y política”. Pretendiendo convencer de que en Bolivia hay una clase social beligerante que odia a muerte a la otra y que es cuestión de hacer patria condenarla y desvirtuarla por completo: los culitos blancos, la “blanquitud” en contra de los indios, “cholos” e “indígenas”. Algo así como hutus y tutsis a la boliviana.
Molina habla de una “intelligentsia nacional” que está junto a Mesa como si se tratara de una raza suprema y poder académico que pretende apoderarse de las pobres conciencias de los bolivianos. Y es aquí cuando su análisis me parece flaco. ¿Será honesto hablar de una intelligentsia nacional, dándole un antojadizo estereotipo oscuro y reduccionista al hecho de tener como único fin dominar, excluir y marginar? Siguiendo la raíz histórica de la intelligentsia, sea rusa o polaca, encontraremos que ésta, efectivamente, se ocupaba de labores intelectuales pero que también estaba fuertemente comprometida con los deberes morales y que reflejaba con mucho el latir social de Rusia. Reitero, esto no es Rusia, es Bolivia. Si existe una intelligentsia nacional, será de puro poder político, económico y hasta de nombres, como anota Fernando, porque intelectuales, los hay, pero es necesario distinguir sus niveles: excelentes, malos y pésimos.
Molina sostiene: “El núcleo mesista proviene principalmente de la parte occidental de Bolivia. (…) Estos dirigentes salen directamente de la elite blanca tradicional” (…) ¿Será honesto ignorar el entorno de poder de Evo Morales Ayma, un círculo de “blanquitud” que obviamente pertenece a esa élite creada a imagen y semejanza del jefazo? Desde esa perspectiva, hay pues, un prejuicio, un razonamiento incompleto.
¿Qué define el “mesismo” de Carlos Mesa, que plantea el periodista Fernando Molina?
¿Cómo definimos “mesismo” sin caer en una subjetividad tramposa, tanto del personaje, cuanto de su movimiento político o partido?
El sufijo “ismo”, que significa doctrina, sistema o partido político, antes de interpretar como un concepto integral, común con individuos que persiguen un mismo fin, se lee como una caracterización, un estereotipo que reduce, encierra y condena más al personaje que a su movimiento o partido político. De hecho, Molina lo hace: “Resulta evidente que el mesismo y, por supuesto, el mismo Mesa, encarnan y representan políticamente a una parte bien delimitada de las elites sociales bolivianas”.
Particularmente, creo que no existe un “mesismo” como tal, aunque se haga esfuerzos por encontrarlo. Seguramente este cuestionamiento daría para otra columna tan extensa y tediosa como esta.
¡Qué curioso! Los “ismos” son más utilizados para etiquetar: franquismo, chavismo, castrismo, pinochetismo, madurismo, estalinismo y hasta evismo, Pero con bajo perfil para: mujiquismo, felipismo, laguismo, galanismo o leninismo, por el presidente de Ecuador.
Dicen que no hay mesianismos sin corrupción. Los primeros, llevan un cordón umbilical común, y aquí es donde surgen otros “ismos” mucho más letales: caudillismo, fanatismo y mesianismo, cobijados por el manto gigante del cinismo. Los segundos, entre populismo, comunismo y capitalismo, se planta una barrera que los frena en seco, el respeto a la institucionalidad y a la democracia.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.