La fama y la infamia
La fama se ha tornado en el objeto más codiciado en nuestros días, es decir en el mayor valor para nuestras vidas.
Hace pocos años, un estudio publicado por Cyberpsychology, una revista científica que estudia los efectos psicosociales de la TV y las redes sociales calificó los 15 valores de los preadolescentes estadounidenses.
Ese estudio encontró que en los 10 años que median entre 1997 y el 2007, aconteció un cambio dramático en los valores de los jóvenes que llegaban a ser quinceañeros.
En 1997 los dos valores más apetecidos fueron “pertenecer a una comunidad” y “ayudar a otros”. La fama ocupaba el último lugar de la escala y “ganar dinero” el puesto 12.
En 2007, el anhelo de “ser famoso” subió al primer puesto y llegó a superar al deseo de “ganar dinero”, que también subió, aunque solamente al quinto puesto. Entretanto, “ayudar a otros” y “pertenecer a una comunidad” pasaron a ser los últimos valores de la escala.
Según el estudio, este aumento del valor de la fama está asociado a los programas de telerrealidad, a los concursos de TV y a las redes sociales.
Estos recursos cibernéticos alientan la esperanza de que la fama está al alcance de la persona que logre atraer la atención de la TV y de las redes sociales.
Otro aspecto que causó el derrumbe de los valores de “pertenecer a una comunidad” y de “ayudar a otros” es el carácter de concurso que tienen estos programas de TV. En efecto, si se está inmerso en una competencia, “ayudar a otros” no es una estrategia asertiva.
Por eso, a medida que el mundo se representa a través de pantallas, las personas las usan como instrumento para alcanzar la fama.
En EEUU los quinceañeros de 2007 tienen hoy 27 años y es probable que su deseo de fama no sea ya un anhelo infantil sino el principal valor de muchos jóvenes adultos. En Bolivia, las franquicias de concursos de TV y de telerrealidad están en sus inicios, pero las redes sociales tienen un gran auge. ¿Corren nuestros jóvenes detrás de la construcción de una imagen famosa? ¿Qué valores los movilizan? ¿Han abandonado la política y por eso son pocos los que buscan influirla?
Admitamos que la fama fue siempre algo muy codiciado pues significaba un premio que merecía el mérito. La fama fue –como dijo John Milton– “la espuela que estimula al hombre noble al trabajo y al esfuerzo”.
Sin embargo, nuestro siglo ha cambiado totalmente lo que consideramos digno de fama. Desde la aparición de Paris Hilton, la fama ya no está asociada a un mérito. La fama es hoy mucho más fácil de conseguir.
Ya en 1961, el teórico social David Boorstin definió el fenómeno: “una celebridad es famosa por ser famosa”.
Es verdad que ocurrió el fenómeno Susan Boyle pero estos casos son excepciones ante la multitud de youtuberos, facebookeros, instagrameros, snapchateros, tuiteros que ganan su fama mostrando banalidades y provocando reacciones de amor u odio, pues saben que la audiencia se electriza cuando puede amar u odiar.
Veamos ahora qué efecto tienen las explosiones de la fama en los espectadores pasivos del fenómeno. Es decir, en nosotros, los que no somos ni pretendemos ser famosos y no sentimos ni envidia ni atracción por las celebridades, sino que las miramos todavía con ojo crítico.
La desvalorización del mérito nos causa perplejidad. Percibimos que una parte del mundo se conduce siguiendo un valor que para nosotros es un no-valor.
Pero la perplejidad mayor ocurre cuando constatamos la desaparición de que lo que debiera producir infamia. Cuando el mérito es inútil para alcanzar la fama, ocurre que es posible conservar la fama a pesar de cualquier infamia.
En el reino totalitario de la fama, no existe la infamia.
En política, la desaparición de la infamia paraliza la esperanza de cambio. Entendemos que la fama produce poder, y esperamos que la infamia debiera causar su pérdida.
Pero eso no ocurre. Cada día vemos en la TV y los medios alguna autoridad que dice o hace algo grosero, cruel, torpe o estúpido. Tal acción debiera sumirlo en la infamia y arrebatarle su cargo, pero al día siguiente vemos a esa misma autoridad ejerciendo su orondo poder. Abundan los ejemplos en el mundo y también en Bolivia y comprendemos que las autoridades políticas que ya tienen fama pueden soportar una esporádica infamia. Los medios de comunicación pueden o no repudiarlos. Lo importante es que difundan las imágenes. La fama se encargará de convertirlas en un “chiste”, en un “rasgo pintoresco” o en “un derecho de libertad de expresión”. Además, la polémica que quizás se desencadene terminará sirviendo para aumentar el rating del famoso.
Así, la ciudadanía va acostumbrándose a confundir la democracia con un concurso de TV.
Hoy, el político que ya ha logrado la fama puede echarse en cama y desafiar a la audiencia, mancillando de tanto en tanto su imagen, para volver a sacarle brillo más tarde. Eso es interesante, es mediático.
Así sobrevive Trump.
Quizás los jóvenes estadounidenses se nos han adelantado aceptando el pleonasmo de que “una celebridad es famosa por ser famosa”. Ahora les toca aceptar la redundancia de que en política “el poder es lo que tiene y conserva una persona que es poderosa”. Hoy aparentemente en los países desarrollados, una gran fracción de los jóvenes adultos está demasiado ocupada para tomar a la trágica los méritos o deméritos de los concursantes políticos. La fama tampoco se ocupa de esos temas y ellos van por esa fama. Sumidos en un concurso, ya es inútil ocuparse de la comunidad y la solidaridad con los otros es un estorbo. ¿Murió la política?, ¡vivan las encuestas del marketing!
El autor es actor
Columnas de LUIS BREDOW SIERRA