Adiós muchachos

Columna
EL OTOÑO DEL PATRIARCA
Publicado el 14/04/2019

La contratapa del libro Adiós muchachos, de Sergio Ramírez, indica que con la pérdida de las elecciones generales de 1990, el proceso iniciado por la revolución en 1979 se detuvo en seco y difuminó sueños, anhelos y esperanzas de miles de nicaragüenses. Para quien no acompaña la política, se debe decir que Sergio Ramírez fue vicepresidente de Daniel Ortega en el período 1985-1990; para quien no acompaña la literatura, que fue premio Cervantes el año 2017. Esta derrota en urnas, sin embargo, fue advertida como una consolidación de la democracia que todo ese mismo movimiento llevó a su país, Nicaragua. La revolución no edificó la justicia anhelada por los oprimidos, ni pudo crear riqueza y desarrollo, pero dejó, como su mejor fruto, la democracia, sellada en 1990, además, con el reconocimiento de su derrota electoral, y que, como paradoja de la historia, es su herencia más visible. Desde entonces, evaporados los ideales, quebrados los paradigmas, Ortega comenzó logrando el apoyo del cardenal Miguel Obando y Bravo, antiguo enemigo de la revolución y epítome de la derecha y luego miembro de su gobierno, y se alió con antiguos jefes de la Resistencia Nicaragüense, contras que combatieron contra el sandinismo en los ochenta, dirigidos y financiados por la CIA (uno de los miembros del Directorio de la contra que operaba desde Miami, Jaime Morales Carazo, fue su vicepresidente), y en el actual gobierno, Rosario Murillo, nada menos que su esposa, gobierna a plenitud a su lado. En el ínterin, acató las decisiones del Fondo Monetario Internacional con disciplina neoliberal y ahora manda a reprimir a bala a la juventud y a toda oposición visible. Con el mismo rostro impenetrable, que tanto sirvió para negociar períodos de paz con los norteamericanos en los años felices, ahora concede entrevistas a CNN para explicar que el pueblo que masacra en las calles lo reclama como líder absoluto y para la eternidad y que su mujer es vicepresidente porque el partido se lo exigió sin chance de protesta.

Quizás como ningún otro país de América Latina, Nicaragua ha sido víctima de muchos abusos e intervenciones militares de Estados Unidos en el curso de un siglo. El mismo William Walker, un aventurero de Tennesse, se proclamó presidente en 1855, amparado, sin más, por una banda agria de sucia y maloliente de filibusteros. No sólo eso: este hombre audaz decretó la esclavitud, estableció el inglés como idioma oficial y expuso en su libro de memorias, La guerra en Nicaragua, que la raza blanca –la mente– y la raza negra –el músculo– estaban destinadas a complementarse por la Providencia, pero que los mestizos, indolentes, viciosos, no servían para nada.

Ya Sandino había enfrentado con las armas esta historia de agravios en 1927, y la dinastía Somoza era la continuación de la intervención. Al irse los marines el año 1933, gracias a Sandino en las montañas, Estados Unidos impuso la oprobiosa Guardia Nacional, creada a semejanza de su ejército invasor, y a Somoza, el asesino de Sandino, como jefe. Como bien afirma Sergio Ramírez, el autor, “con el triunfo de la revolución en 1979, era Sandino el que volvía, y al huir Somoza, era el último marine el que se iba”.

El gobierno actual de Nicaragua me recuerda un pasaje de Cortázar en Libro de Manuel. Es muy duro: un personaje advierte agazapado, diríase encogido al interior de un revolucionario, al fascista. Fascista de izquierda, en el mejor de los casos, pero el fascismo no sabe de finezas. Por supuesto que el gobierno no se parece en nada a la idea primordial que motivó a los muchachos a alzar las armas y labrarse el apoyo del mundo democrático, ni tampoco se parece a ellos mismos cuando bregaron durante una década de sudor para hacer posible la revolución que finalmente no fue. Menos aún se parecen a aquellos gallardos hombres que aceptaron la derrota electoral en 1990 y se retiraron a sus casas tan pobres como hasta entonces fueron. No. Ortega y los poquísimos que aún lo acompañan se parecen, más bien, a los enfermos incurables de poder. Son amarillentos, demacrados, mentirosos y tienen la resignación de los condenados por la historia. Con el discurso de la izquierda a favor de los desamparados, generan condiciones insólitas a favor de los pudientes con tal de que los dejen en el gobierno. Esas alianzas practican sin rubor. Quieren morir de viejos, gobernando, sin que importe nada más. Adiós muchachos es un libro exacto para cualquier país nuestro.

 

El autor es escritor

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